Sábado. Daniel Gigena me escribe el jueves y me pregunta si le puedo mandar unas líneas sobre Conrad porque se cumple un aniversario. No tengo mucho para decir sobre Conrad, la verdad. Pese a la idea general que se tiene de él, no lo veo como un escritor del mar. Su mejor libro es El corazón de las tinieblas, cuya trama se desarrolla tierra adentro y que la película de Coppola mejora y perfecciona mucho. Leemos a Conrad a través de Borges que también lo mejora. Le sacude el tedio de sus largas descripciones y lo presenta como un observador agudo, cosa que quizás Conrad no fue. A Borges le gustaba porque era polcao y se hizo británico. En un punto me resulta más inglés que los ingleses, más imperialista que los mismos dueños del imperio. Creo que los lectores que tuvo son más interesantes que él mismo.
Más tarde. Todos los diarios deberían hablar de dinero y no de lecturas. O mejor, lo que se debe leer en el género diario es el dinero. (Yo no lo hago acá por eso este es un diario débil, del pudor. Leer siempre es un acto pudoroso.) Otro tema es el trabajo. En realidad, el trabajo es el único tema que existe para escribir cualquier género.
Domingo. ¿Qué debería hacer ahora? ¿Qué debería escribir? A veces no conviene hacerse esas preguntas.
Lunes. Sobremesa con mi hermano en casa de mi madre. Hablo de Rojas y su museo y él me interrumpe. “¿Por qué tiene un museo? No es tan importante como para dedicarle un museo.” No le respondo. Insiste. “Bueno, donó la casa” digo. Pero eso no parece alcanzar. “Que hagan un museo de otra cosa…” Le pregunto qué leyó de Rojas. No consigo una respuesta. (Opinar sin leer es un problema. También ponerse como medida inexorable del mundo. Todos lo hacemos.)
Más tarde. Leo un paper sobre la “insubordinación fundante” de Marcelo Gullo. La soberanía es la aventura definitiva.
Martes. Para mi estadía en Mar del Plata, reservo una habitación en el Hotel Artico, sobre la avenida Colón, a tres cuadras de la plaza. Llego sin problemas. Bajo en la estación, que ya conozco. El Hotel Ártico es enorme, con cientos de habitaciones, pero sin lugares amplios. Todo parece apilado, encimado, junto. Las paredes, los muebles, las puertas. La recepción funciona en un pasillo, la cafetería donde desayuno también, los baños. Las habitaciones son cuadradas. En la que ocupo hay cuatro camas, una arriba de la otra. La única ventana da a un espacio reducido de aire y luz que se llena de palomas. A la mañana se las escucha. (Rebuznan.) En el hotel Artico todo es blanco. Las paredes, la ropa de cama, la luz, las tazas del desayuno, los marcos, el piso, los muebles. Solo son de color fórmica amarillo las mesas del comedor que están, como no puede ser de otra manera, demasiado juntas. Pero el blanco de las cortinas y el techo y el piso es un blanco sucio. No muy sucio. Pero lo suficiente para que se note. No es un hotel sindical, típico de Mar del Plata. Parece más bien un hotel soviético de la década del 80. Un hotel barato de una ciudad rusa que no es capital, pero atrae turismo. Cuando llego, me atiende una chica joven y amable que parece una cajera de banco por la ventanilla en la que atiende. ¿Viene a la ciudad por trabajo o vacaciones? Por trabajo, respondo. Estoy escribiendo un libro sobre submarinos argentinos. Mar del Plata es el lugar para eso, me dice. Quiero ir a la escollera norte, al museo, agrego. Sí, se lo recomiendo, responde ella. En la escalera, mientras busco la habitación 108, me cruzo un hombre con la cara tatuada y una nena vestida de blanco de la mano.
Más tarde. Acompaño a Jorge Chiesa al Canal 8 de Mar del Plata. Mientras un locutor con una remera de Solaris lo entrevista a él, a Chilano y a Mauro, me quedo en la cabina de control. Las operadoras son dos mujeres jóvenes y muy bellas. Me convidan unos mates. Mientras al lado los escritores hablan de estilos para narrar, ellas hablan de pagar el alquiler y revisan, de memoria, los mejores y peores barrios de Mar del Plata. Las dos trabajan apretando botones casi analógicos, mirando pantallas, cambiando cámaras. Verlas trabajar me devuelve la fe en la humanidad. Estoy escribiendo un libro sobre submarinos argentinos, les comento. Muy buen tema, me responde la que ceba el mate. Después nos vamos a cenar con Jorge que me habla del surf y las olas en Indonesia, Costa Rica y Brasil. En la Antártida no hay olas, le digo. Sí, lo sé, me responde él. Quiero ir a Vietnam a surfear, agrega. Pienso que podría ser un buen viaje.
Miércoles. Ayer a la noche, peña en la casa de Hugo con escritores locales. Se cuentan anécdotas de Daniel Boggio. Las anécdotas son excelentes. “Acá hay un libro” pienso. Tienen un libro enredado en todas esas experiencias, pero no lo saben.