Sábado. Llevó a Carmelo al club a entrenar y puedo leer. Cuando juega un partido, no puedo, tengo que estar pendiente. Hoy el árbitro estaba pifiando y me mandó callar porque le marqué unos errores. Buen clima. Me gusta. El martes pasado, un taller de archivística que daban Soledad y Nicolás en la Casa Museo Ricardo Rojas. Interesante. Hablaron de qué es un archivo, del orden, de las buenas prácticas. Luego noté que había perdido parte de mi diario en mi propia computadora. Las buenas prácticas. Entre los asistentes, unas treinta personas, había una pareja que administraba el archivo de una asociación de magos argentinos. Hablaron de cartas de Fumanchú y también de René Laván. Había una señora que se presentó como heredera de un archivo familiar de alcurnia y dos hombres interesados en preservar la memoria de un club de barrio. Al final entendimos que había dos muchachas de Brasil que no hablaron. Me gustan los archivos.

Domingo. Se suele decir que en Malvinas no hubo rambos. Es una frase que se repite. Pero Rambo no es una película sobre la guerra. Es una película sobre la posguerra. La volví a ver porque está en Flow, doblada al español. John Rambo llega a un pueblo de montaña buscando a un amigo con el que peleó en Vietnam. Pero el amigo murió así que no tiene a dónde ir. Enseguida, la policía del lugar lo maltrata de forma arbitraria. Las persecuciones, las escenas de acción, los tiros y las explosiones la hacen una película de acción, pero si funciona, es porque entendemos la injusticia que se comete con el soldado que vuelve de una guerra. El regreso del guerrero es un pathosformel que ya está en La odisea. ¿Qué significa volver? ¿A qué se vuelve? Hay muchas películas y narraciones sobre el tema. Hemingway le dedica un cuento sensible, Soldier´s home, parte de su libro In our time de 1925. Ahora bien, ¿qué fue lo que encontraron los soldados, aviadores y marinos que volvieron de la guerra de Malvinas? ¿Cómo los trató la sociedad? No eran boinas verdes como Rambo, pero algunos eran comandos y muchísimos entraron en combate y vieron caer amigos y compañeros. El final de la dictadura y el alfonsinismo coincidió en no saber darles contención, un lugar, una respuesta. Recién en los años 90 el viento empezó a cambiar. La situación compleja de volver a un lugar que los desconoce y los agrede se dio en muchos, me animaría a decir, en todos los veteranos de Malvinas. “Es difícil ser héroe de una guerra que se perdió” me dijo una vez Ricardo Pingitore. Cuando Royal Marines atacaron la corbeta Guerrico en Grytviken, Georgias del Sur, parte de su cara se vio afectada y perdió un ojo. Resulta notable como en la película, el sheriff local, Will Teasle, muy bien interpretado por Brian Dennehy, no se interesa por quién es ese hombre, se limita a marginarlo y castigarlo. En ningún momento lo escucha. Una vez un colimba que estuvo en Puerto Argentino me contó que por muchos motivos no pudo volver con sus compañeros y regresó solo, bastante después de la rendición, en un vuelo de línea de Río Gallegos a Aeroparque. Vivía en Avellaneda y no tenía plata para tomar un colectivo. Pero enseguida un taxista le preguntó: “¿Venís de Malvinas, pibe? Subí. Te llevo.” Y lo llevó a la casa. En el viaje no hablaron. Cuando llegaron a destino, el soldado le dijo gracias. Nada más. “Ese gesto me salvó muchas veces” me dijo. Rambo se estrenó en octubre de 1982. La guerra de Malvinas terminó ese mismo año en junio. Quizás haya entre guerra y película más puntos de contacto de los que pensamos.

Más tarde. David Irving: “Si todos los soldados aliados muertos pudiesen ver a sus países hoy, hubiesen tirado sus armas y luchado junto a los alemanes.”

Lunes. En la avenida San Juan de esta capital, al 2400, existe un Museo del Hambre. Quiero ir a visitarlo. (Sea lo que sea.) De Japón llegan imágenes de los primeros androides hogareños. Y alguien clonó la voz de una actriz que murió hace unos meses y se la puso a una inteligencia artificial.

Más tarde. Hoy estuve en mi banco. Antes de salir elegí dos libros, los puse en mi mochila, fui al baño, di unas vueltas más, revisé mis papeles y pensé: “Me preparo más para ir al banco que para ir a la Antártida.” Tiene su razón de ser. La Antártida es un lugar hermoso donde siempre me sentí bien, a gusto. Y el banco es lo contrario. Mientras esperaba que me atendieran en la sucursal de Primera Junta, leí a Piglia y sobre submarinos en Malvinas y lo que leí me ayudó un poco, no mucho, a subsanar el momento. Mientras esperaba, pensaba que se van cumpliendo, uno a uno, todos los pasos, avances y escenas que los libros y el cine dicen que nos llevan a la distopía y al desastre. En el futuro del futuro, arqueólogos marcianos, tataranietos de viajeros terrestres, desempolvarán pedazos de metal, cerámica y silicio usados en los primeros asentamientos del planeta rojo. Quizás también viajen a la Tierra a ver por qué acá la vida terminó. No es tan difícil verificar esa sensación de apocalipsis en este indeterminado siglo XXI que siempre parece un poco fuera de la historia.

Martes. Si un concepto, idea u objeto pasa el suficiente tiempo en internet termina en la pornografía. Eso ya lo escribí, pero ahora agregaría el nazismo. Reformulo: Si un determinado concepto o idea u objeto pasa el suficiente tiempo en internet termina en la pornografía, o en el nazismo, o en ambos. Mientras busco ejemplos de esto, escucho el Konzert für Fagott und Orchester en Si menor de Mozart. La música me hace pensar que Internet es de izquierda y las redes sociales, de derecha.

Miércoles. Con mensajes de audio le cuento a Robles porque Carl Sagan me parece un agente de la CIA.

Más tarde. Le pedí a una IA que compusiera una pintura renacentista de un robot leyendo un libro. Después, le pedí que cambiara el libro por un diario de papel. Pero ella, la IA, no entendía a qué me refería con renacentista. Yo tampoco. Así que acordamos que si iba a leer el diario, el mejor lugar era el comedor de una casa de familia.

Jueves. Largo intercambio con Napolitano sobre música soviética, racismo y política, Prokofiev y Shostakovich. Napo: “Siempre cuento lo mismo pero, hace años, estaba en un grupo con un violinista. Comunista, se había ido a estudiar ingeniería a Moscú pero había terminado por estudiar música. Era muy fino, usaba un pañuelo de seda en el cuello. Había vivido en Panamá, pinta de dandy. Agarré y le pregunté: disculpe, ¿le puedo preguntar algo? Sí, dice el tipo. ¿Cómo hizo para aprender ruso? Me respondió: hice lo que hacían todos los que llegábamos a Rusia, me busqué un diccionario de pelo largo.”