Martes. Otra vez en Mar del Plata. Esta vez en el Hotel Astro que es incluso un poco peor que el Hotel Ártico. En el Ártico no tenían habitación libre y me recomendaron el Astro, que yo confundí en seguida con Astor. Queda sobre la calle Bolívar a metros de Santa Fe. Mismo barrio pero no en la Avenida Colón, que me gusta. Durante el viaje, leí La forma inicial de Piglia, y esas largas entrevistas donde siempre parece decir lo mismo me entretuvieron. Prefiero viajar de día porque el viaje es corto y puedo leer y ver el paisaje.
Piglia dice que no está en el mercado, que rechaza la lógica del mercado, que se niega a escribir una novela por año, pero luego habla que eligió publicar en Anagrama porque es la única editorial que distribuye en toda latinoamérica. También desde ese lugar de amplia distribución y aceptación, elogia que Onetti se retiró a Montevideo a escribir y publicar en ediciones de autor, y elogia a Saer al que también pone en una situación parecida. (Aunque Saer se fuera a París y publicara en Seix Barral todos sus libros…) Hay algo irresuelto ahí. Da la impresión que quisiera tenerlo todo. Ser a la vez mainstream y contracultural. Estar a la vez afuera y adentro. Cuando lo traté, intenté exponerle esa contradicción. O más bien lo invité a que me explicara algo más, pero sin éxito. Ricardo era una persona muy reservada. Mar del Plata tiene mejor clima que hace un mes cuando vine y llovió todos todos los días. El centro está un poco vacío. Desde mi habitación del segundo piso del Hotel Astro se escucha una televisión transmitiendo un partido. Podría llamar a la conserjería y quejarme pero esa idea me molesta todavía un poco más que la televisión. “Hola, sí, hay una televisión, se escucha muy fuerte, ¿podría pedirle que bajen el volumen…?” El sonido llega desde la planta baja. Pongo mi esperanza en que cuando el partido termine la televisión se apague. Me gusta que, en una entrevista que le hicieron en el 2015, Piglia decía que le habían ofrecido escribir en diarios de Argentina y él había ofrecido publicar partes de su diario. No se dice qué pasó luego. Me gusta esa idea de llevar un diario y de ahí desgajar o tomar partes para hacer periodismo, o componer novelas o libros de ensayos. El diario como la forma-cantera donde se puede ir con el pico y la pala a sacar materia prima. Napo detectó que un poco yo hago eso –o algo parecido– y me lo señaló. Desde luego, es buen lector, así que acepté y corroboré su lectura como válida.
Miércoles. Desayuno solo. Contra todo pronóstico, el café del hotel es muy bueno. Ayer el presidente Milei invitó a un asado en Olivos a los diputados que apoyaron su veto a la ley que les subía un poco, apenas un poco, lo que se les paga a los jubilados. Hoy la televisión toma el tema. También la noticia que en algún lugar, no logro adivinar donde, se hizo una tortilla con quince mil huevos. En un momento entra una vieja al comedor y me da los buenos días. Le devuelvo el saludo. La vieja me increpa: “¿Usted no saluda?” Le digo que le respondí. La mujer, canosa, pequeña como un gato, me dice: “Ah, lo que pasa es que estoy sorda, yo siempre saludo, pero bueno, si a usted le molesta…” Después se sienta a tomar un té y a mirar la televisión. Dormí mal, el colchón es muy blando. Hay una chica de unos veinte años, morocha y con cara de niña, que atiende la cocina del desayuno. La vieja le da charla, la chica le responde con una sonrisa. La escena tiene visos barrocos.
Miércoles. Hoy, invitado por personal del museo del submarino de la base de submarinos de Mar del Plata, estuve visitando el submarino ARA Salta. El cielo estaba azul y el mar de un verde transparente. Me acompañó y me hizo de Virgilio, Eduardo Lavarello, que había sido chief del Salta pero también había estado en el San Luis, con apenas veinte años y recién salido de la escuela del submarinos, en la campaña de Malvinas. El submarino Salta, 209, de diseño alemán, pero armado en la Argentina, es un buque pequeño comparado con cualquier barco de guerra de superficie. Bajar por la escalera me generó un poco de claustrofobia. Pero una vez abajo, vi los tubos de torpedos y las camas del sollado, y enseguida la charla fue muy amena con el teniente Espinosa y el teniente de navío Pablo Blanco, un electricista que me explicaba todo. Para ellos también fue importante tener a Lavarello de visita. El Salta y el San Luis eran gemelos así que fui reconociendo todas las partes, zonas, máquinas y aparatos. Y sí, era más chico de lo que me imaginaba. Hay cosas que se cuentan in situ, como la camilla que recorre deslizándose la sentida donde se guardan las baterías o cuando hay que ventilar los gases de la cloaca, algo que se hace hacia adentro del submarino. La parte de máquinas me impresionó. Los motores diesel, las miles de válvulas que sirven para dosar el submarino, los timones que se usan para manejar los planos. La visita, la charla y las explicaciones se estiraron hasta que me fije la hora y llevábamos dos horas y media adentro del submarino. En ningún momento me sentí encerrado. Más bien el contrario. Después subimos a la vela por una escalera larga e inclinada. Vimos Mar del Plata desde la base y traté de imaginarme qué se sentía volver de una larga campaña en el mar.
Viernes. Vuelvo a Buenos Aires leyendo Los preparados de Sebastián Chilano. Es excelente. Durante el viaje, como tengo señal se la recomiendo a Gonzalo Garcés, a Sebastián Robles y a Luciano Rosé, a los tres por motivos diferentes. (Se la podría haber recomendado a Mavrakis pero en los últimos tiempos lo noto tan alejado de todo y de todos, tan fastidiado por la mera existencia del universo, que desisto de hacerlo. La confusión general de la Argentina lo afecta.)
Sábado. Mi madre me confesó ayer, viernes, en el cumpleaños de mi sobrino Diego Armando, que encontró mis boletines del primario y el secundario y los miró un rato para luego proceder a tirarlos a la basura. La breve confesión me sorprendió. “Pero… ¿por qué los tiraste?” pregunté. Mi madre no me respondió. Me contó que tenía muchas cosas guardadas desde hace mucho tiempo, que aparecieron por la mudanza, que había papeles viejos… Quedó claro que no me iba a responder. “Me hubiera gustado verlos” le dije, serio. Siempre fui un buen estudiante, tanto en la primaria como en el secundario. Pero estaba lejos de ser un estudiante regular. A veces, con algunas materias, me resistía. Tenía ese recuerdo y me hubiese gustado repasar esos documentos, siempre ingenuos y bastante extraños ya, para corroborar esa impresión. Mi madre sentenció, magnánima, que el pasado tenía que quedar en el pasado. (La frase se la decía a alguien que hace trabajo historiográfico a diario desde hace, por lo menos, diez años.) Agregó, para matizar el acto, que justo estaba con mi hermano y que ellos vieron un poco los boletines y estuvieron de acuerdo en tirarlos. ¿Qué le costaba llamarme o mandarme un mensaje y preguntarme si los quería? Maniáticamente, o no tanto, pensé que esa lectura se había ido para siempre. Y enseguida se me ocurrió otra cosa, la idea más importante del caso: ¿por qué me contaba? Según recuerdo, ella era la que firmaba los boletines. Mi padre, jamás. Así que tenía un poco más de potestad sobre el asunto. Pero hasta ahí llegaba su incumbencia. Los momentos de indiferencia hacia mi persona habían sido, entonces, dos. Primero, tirar los boletines, luego, contarmelo. Para ella, nada de eso era relevante. Podría haber optado por callar. Yo no sabía de la existencia de esos lejanos souvenirs, que por otra parte reflejaban mi esfuerzo por aprender, algo en lo que tanto ella como mi padre habían insistido tanto… Pero no. En unos breves minutos tramé mi venganza. “Hablando de eso, te quería contar que me puse de novio con un chico muy joven que conocí por Internet” le dije. Ella me escuchó, no me miró y sin decir nada se fue a la cocina porque estaban preparando la torta del cumpleaños. Creo que fue el tercer momento de indiferencia de esta breve historia.
Lunes. Me levanté a las nueve, tomé un café y empecé a desarmar la tapa rollo de la persiana del comedor para arreglarla finalmente después de meses. ¿Por qué? No sabía en lo que estaba metiendo. Cuando logré sacar la tapa salió muchísimo polvo, pero no polvo acumulado por el tiempo, sino un escombro muy fino porque el interior del taparrollo donde va el eje en el que se enrolla la cortina está sin revocar. El eje estaba salido de sus dos soportes. Desarmé la polea que tiene cuatro brazos que la conectan con el eje y dos de esos brazos estaban muy torcidos. Tardé en ordenar la persiana y hacerla bajar del todo, con lo cual me quedé a oscuras. Pero eso me permitió ver qué pasaba. Saqué la polea donde se enrolla la correa y la limpié. Después la monté lo mejor que pude. No quedó mal. Todo esto me llevó alrededor de cuatro horas en las que comí dos bananas y unos huevos duros. En el medio de todo eso respondí unos mails y fui a comprar unos tornillos de madera. Cuando finalmente me di por vencido, le escribí por wasap a una empresa de cortinas del barrio. Me pidieron fotos del problema. Les mandé. “Tenés roto el espárrago, papá, por eso lo armás y no funciona.” El espárrago es, al parecer, un eje de acero que cruza todo el eje y lo une con la polea. La polea era bastante ciberpunk. Tenía un mecanismo de engranajes engrasados que son los que hacen que uno haga menos fuerza al levantar la cortina. Me hubiera gustado sacarles algunas fotos pero ya a esa altura estaba bastante cansado de todo el tema. El cortinero mandó a un muchacho de nombre Gabriel que inspeccionó el problema y reemplazó la polea por una nueva, con un eje –el espárrago– que tomaba bien el eje de la cortina. Lo hizo en veinte minutos. También arregló una parte de la cortina, unos zócalos donde se enrolla, que estaban rotos. Me cobró por mano de obra y repuesto ciento cincuenta mil pesos. Hacia las cinco de la tarde la cortina estaba arreglada. Pero el comedor estaba hecho una mugre, y le cayó polvo y un poco de tierra al teclado que está cerca de la ventana con la compu y ahora las teclas tienen una muy ligera variación en cómo bajan cuando las presiono, digamos que están algo más lentas. Desenchufé el teclado y lo limpié, pero es evidente que el polvo se metió entre las teclas. Hay un roce de más que siento y que me incomoda un poco. No debería molestarme. No es nada. Pero estaba acostumbrado a un teclado diferente. Mi cabeza magnifica el cambio y siento que estoy escribiendo con un teclado con arena. Si no mejora en unos días, lo voy a cambiar. Este ya tiene sus años. Pero sé que el nuevo tampoco se va a sentir igual que el teclado al que estaba acostumbrado. La polea vieja que tuve que tirar a la basura estaba firmada. Decía “Mancuso Hns.” Le saqué una foto con el Cuaderno de notas de Chejov.