Lunes. Hablamos con Robles sobre el subgénero película bélica de submarinos. Se trata de un marco, y un marco adentro de un marco. (Una máquina adentro de una máquina.) Y luego el afuera, que en las películas más antiguas como Run Silent, Run Deep, con Clark Gable y Burt Lancaster, o Torpedo Run, con Glenn Ford y Ernest Borgnine, ambas de fines de los años 50, ambas de la Metro con el león rugiendo al principio, es más bien primitivo, con maquetas y escenas poco logradas. (Aunque hay momentos de explosiones que se dejan ver, o de hundimientos, como el final de El último torpedo cuando ven hundirse el portaaviones japonés por el periscopio. También todas tienen una intro donde hay una fiesta o una mesa familiar.) Robles me sorprende. Dice que el mecanismo en la película de submarinos es similar a la del asesinato en el cuarto cerrado. Es una lectura interesante, creativa. Dos lugares cerrados para dos narraciones que se cierran y hay que ir variando para abrirlas. Vi Black Sea con Jude Law en Netflix y ese tema me pareció muy bien tratado. Una película excelente y nueva, hecha “como las de antes.” ¿Por qué? Buenos climas, ninguna concesión, excelentes personajes. Y la trama se desata por la indisciplina y la mezquindad humanas. Al final, toda película de submarinos es un retrato de la psiquis de sus protagonistas. La analogía es cantada, bajar en las profundidades del mar para pelear se parece mucho a sondear la neurosis de los hombres.
Martes. Escribir para que dure. Pero si nada dura, ¿por qué deberían durar las palabras?
Miércoles. Internet va contra la democracia. No la ayuda, tiende a suprimirla, a sustituirla.
Jueves. Mi computadora no enciende. La llevo a un lugar en Palermo. Me dicen que van a tener noticias en cuarenta y ocho horas. Vuelvo a casa y llega el plomero y su ayudante. Dos hombres jóvenes. Los llamé para que arreglen una canilla del baño. En cinco minutos demuelen una pared con un taladro. Las canillas son viejas y hay que reemplazarlas. También el cuadro que es muy viejo. Mientras le dan con el taladro a la pared y van desnudando los caños, yo intento copiar una cita de Ricardo Rojas. Pero rápidamente empiezan los pedidos. Hay que comprar azulejos. Y pastina. Revoque también. Cinco kilos. Mejor diez. Está bien. Sí, se necesitan azulejos nuevos para reponer los rotos. No podemos dejarlo así. No es una cuestión estética. Si queda con cemento es una esponja. Se va a llenar de humedad. Hay que adaptar los codos porque… Sí, porque los caños que había son muy antiguos. Veo como los afloja con un soplete. Es un trabajo que demanda paciencia. Un rato después, compro grifería nueva y estaño para soldar, unos bujes de media pulgada para hacer el injerto. ¿Los azulejos? Ahí no tienen. Tendría que ir hasta avenida Alberdi… Propongo adaptar unos cerámicos de piso que tengo. Son del mismo color… Hay que cortarlos. La propuesta es aceptada. A la mitad del trabajo, el plomero se pone a filosofar. Me gusta porque tiene razón. “Todo tiene una vida útil. Los caños, las paredes, nosotros también. Hay que ir al médico en su momento, y hay que llamar al plomero cada tanto.” Pienso en los caños interiores. Nuestros caños interiores. El médico y el plomero atraviesan un mundo sin metafísica. Construir, crecer, arreglar, reparar, hasta que llegue el final. Y ahí, listo. Se acabó. No pasa nada. No hay trascendencia posible. Mientras tanto, taladran la pared para cambiar el cuadro de ducha. “Hoy no te vas a poder bañar. Hay que esperar que seque.” Siguen trabajando. Hay que adaptar los caños viejos a los artefactos nuevos. “Queremos adaptar lo menos posible” me dice el plomero. Usa un soplete para remover caños que están ahí funcionando hace más de cuarenta años. Mientras el plomero trabaja, hablo con el ayudante. Hablamos de máquinas de soldar, cuál conviene comprar, qué electrodos usar. “También hay que tener una buena amoladora” me dice. Me gustaría jubilarme y dedicarme a soldar. No me voy a retirar para seguir escribiendo libros… Quizás encuentre a un mecánico o un ingeniero que quieran retirarse para escribir sus memorias o alguna obra maestra menor. A las once y media de la mañana pregunto cuánto falta. Me responden: “Para las tres de la tarde lo tenemos.” Me gustaría hacerme un café pero el agua está cortada. Las canillas no funcionan. Me muevo. Me paro en el medio de la cocina. No hago nada. Después leo que Ucrania usó misiles estadounidenses y Rusia respondió con un misil balístico intercontinental, aunque esto último no está confirmado.
Más tarde. Jorge me avisa que falleció Willy Quiroga. La noticia me pone triste. Fuimos a verlo en el 2022 con Napo y Mia Antonella. Tocó con la energía de un pibe. Dios lo va a cuidar mucho porque algo le debe en términos de branding. Como católico que lucha siempre contra el dragón uno tiene aliados, amigos, guías. Willy fue todo eso de forma insustituible. Pero ellos no ganan. El mesías llegó y lo festejamos. Nos presentamos siempre al Buen Combate. Nos enseñaron bien. Tuvimos buenos maestros. ¿Quién de nosotros grabará La Biblia?
Viernes. La gente tira de todo, me dijo el plomero. Ayer, cuando le pagué, nos quedamos hablando mientras su ayudante juntaba las herramientas. ¿De todo cómo qué? pregunté. Me hizo la lista de las cosas que había encontrado en los caños. Bolsas de nylon, calzoncillos, papel de lija, pedazos de juguetes, juguetes enteros, huesos, pelotas de tenis, pelotas de golf… ¿Huesos? De vaca, se entiende. O de pollo. ¿En los pluviales? No, me respondió, en el inodoro. A veces incluso por el desagüe del lavadero. ¿Cómo se hace para tirar una muñeca por la rejilla del lavadero? Pero ahí están. Un colega una vez encontró una paloma, desde luego, muerta, y otro, el cráneo de un gato. Hay gente que tira sistemáticamente pañales por el inodoro. El plomero me explica algo que ya sé. El pañal está diseñado para absorber líquido y retenerlo, tiene una parte impermeable, y nada en el pañal se degrada. “Tirarlo al inodoro es tapar un caño de forma casi automática” me aclara. Lo tiran. Se tapa. Entonces lo llaman. Hay edificios donde lo llaman por uno o dos pañales todos los meses. Pero ¿quiénes son los que tiran? Esta era una parejita que tenía una bebé recién nacido. Los vecinos le pidieron explicaciones. La mujer joven y bella respondió “lo voy a seguir haciendo.” ¿Y qué pasó? pregunté. No sé. No lo llamaron más. Quizás haya entendido. ¿Y qué fue lo más raro? Me contó que una vez había encontrado un control remoto de una TV atascado en un caño. Había estado ahí varios años. ¿Quién tira un control remoto de una televisión en un inodoro? Otra vez encontraron una billetera de nylon, llena de billetes. Otra vez, preservativos usados. Muchos. Una gran bola de preservativos. El preservativo está hecho para no romperse y no dejar pasar líquidos… Sí, entendiendo, dije. Hubo que cortar un caño, sacar la bola de caucho y grasa y basura, y parchar el corte. No había forma de destaparlo sin hacer eso. Al parecer el preservativo se transforma en el nervio del tapón que se vuelve muy consistente. Y lo peor es que se seguía tapando porque seguían tirando preservativos por el inodoro. Si el caño maestro no drena bien… Bueno, el problema es grave. Empezaron una campaña en el ascensor y el hall del edificio. “Por favor, en el inodoro, solo papel…” Pero seguían tirando preservativos. No eran muchos departamentos. Dos por piso, diez pisos… La campaña se volvió más puntual: “Por favor, al que tira los preservativos por el inodoro, le está causando un grave problema a todos los vecinos.” No hubo caso. Seguían tirando uno o dos preservativos por semana y, antes que después, se seguía tapando. El caucho del preservativo se vuelve pegajoso con el tiempo y la humedad, es como tirar poxiran por un caño, me explicaba el plomero. Al final, en una reunión de consorcio, a alguien se le ocurrió mostrar uno de los preservativos. Se veía el nudo que le habían hecho. (¿Por qué hacerle un nudo si lo vas a tirar por el inodoro?) El consorcista que lo mostró amenazó con que iban a hacer pruebas de ADN para saber quién era el que los tiraba. “Pero se necesita tener muestras para comparar” le dije al plomero. No hizo falta. Un hombre de cincuenta años que vivía con su mujer porque sus hijos se habían casado y se habían mudado, confesó que era él. La mujer ya no podía tener hijos. ¿Entonces? pregunté. No sé, dijo el plomero. Quizás estaba con prostitutas, es lo que todos pensaron salvo uno… ¿Y ese qué pensó? Que tiraba preservativos para joder al consorcio. ¿Y qué pasó después? El plomero no sabía. Lo habían dejado de llamar. “No me llamaron más” me dijo, sin ganas, como admitiendo una pérdida.