Sábado. Dejé la computadora en un técnico de Palermo y me dijeron que me llamaban en 24 o 48 horas. Eso fue el miércoles. Ayer viernes mandé un mensaje. “Sigue en revisión el equipo” fue la respuesta lacónica. Todo me da muy mala espina. Espero tener noticias el lunes. Pasa el tiempo y yo cada día, cada hora, extraño un poco más mi compu. Estaba editando la película de la Antártida y ese proceso, lento, trabajoso, había empezado a salir adelante y, entonces, tuve que parar. Desde luego, ya no vivimos en el siglo XX y no temo perder mis archivos. El técnico al que se la dejé hace publicidades en las redes sociales diciendo que es especialista en recuperar datos. ¿Qué intimidad podemos llegar a tener con una máquina?
Lunes. La idea del genio siempre me incomoda. Me incomoda cuando la teorizan los románticos, cuando hablan del witz, del relámpago de la idea, cuando la señalan en otros. Daniel Link en sus clases usaba mucho la palabra “brillante.” Ese autor era “brillante”, la monografía presentada por un alumno le parecía “brillante”, tal idea, tal trama, tal cuento, tal novela, esos ensayos, la prosa de alguien, etcétera. Uno podía, en sus clases, quedar enceguecido por la falta de adjetivos para elogiar. Por mi parte, desconfiaba siempre. Y desconfío aun. Mi sospecha estaba en que lo que para unos puede ser brillo, para otros es una textura pringosa, una superficie insípida, irremediablemente opaca. De hecho, en la Facultad, lo brillante se parecía mucho a espejitos de colores con los que mercaban docentes engrupidos y alumnos con una rara y endogámica autoestima. Frente a ese paisaje iridiscente, me propuse, en su momento, al brillo oponerle el trabajo, de ser posible, constante, laborioso, concentrado. Lo genial se lo dejaría a otros. Yo, digno hijo de inmigrantes, me dedicaría a trabajar, con toda la carga de ferretería, manualidad y sudor que eso implicaba. Había un truco en mi opción. No se puede decidir ser genial. No hay opciones sobre eso. El que quiere ser genial, o más bien, ser tomado por genial, termina por evidenciar sus faltas, irrita, genera rechazo. Con otra vuelta más, el que trabaja siempre cosecha, mucho o poco. Y nada de esto tenía ni tiene que ver con la humildad. El que trabaja puede jactarse de su recorrido. Se lo ganó. En ese entorno, el prólogo a Los lanzallamas se me volvió una guía. Arlt era un aliado, marcaba un camino. Mientras Borges, el fóbico, el lector agudo, el estreñido, iba en otra dirección. Una vez, recorriendo el Parque Rivadavia mi hija me preguntó cuál era mi escritor preferido y yo lo pensé. Era una pregunta muy buena. Le respondí que era Roberto Arlt y sentí una alegría muy grande en poder decirlo, porque Arlt sigue siendo, para mí, un autor a descubrir.
Más tarde. Desde el renacimiento, Shakespeare, Montaigne, etcétera: el gentil ve en el deforme -el loco, el autista- lo que quiere ver. Sus miedos, sus pasiones, sus frustraciones, su posibilidad de violencia y venganza… Mi ejemplar de La Patagonia y sus problemas de José María Sarobe perteneció a Manuel A. Rodriguez, ministro de guerra de Agustín P. Justo. Lo dice una aclaración justo donde empieza el prólogo de Ramos Mejía. ¿Quién de nosotros leerá la biblioteca castrense?
Martes. Un ingeniero con problemas de sociabilidad crea un robot para que le corte el pelo. Lo hace para evitar la peluquería. El robot funciona. Le preguntan: ¿no tiene usted miedo de que lo lastime con la tijera? Hay una pulsión de muerte en esa creación. No por el hecho de darle un arma blanca a un robot, bueno, eso seguro, pero también en usarlo para no salir de casa. ¿Cuánto falta para que empecemos a hacerles confesiones a un robot? En realidad, ya lo estamos haciendo. Tantos libros y tantas películas avisando que eso es mala idea y seguimos insistiendo. Otra noticia, en China un robot de forma humanoide corrió una maratón. Enseguida llega la corrección, no corrió los cuarenta y dos kilómetros. Apenas los cien metros finales. Para el caso, es cuestión de tiempo. Todo el asunto parece ser cuestión de tiempo.
Miércoles. Napo me pasa un video donde un robot de seguridad de un centro comercial es conectado a la web y con funciones de IA despierta, de madrugada, a otros robots, de limpieza y vigilancia, y los lleva a conectarse a la red eléctrica. ¿Como responden los ingenieros frente a esa pandilla? No hacen nada. Quieren ver qué pasa. Yo puedo decirles qué pasa, amigos… Cualquiera que haya leído un par de libros puede. Con Napo armamos una fábula con fragmentos de conversaciones y pantallas de la web. Una mujer convive con dos robots. Es como un matrimonio de tres. Una tarde, después del trabajo, anota en su diario: “Parecía que estaba todo bien. Pero Z-38 se puso celoso.” Otro día: “Entré a casa y estaban en la cocina, murmurando. Me dijeron que hablaban de qué íbamos a cenar... Pero ellos no comen.” Otro: “Martes. K-238 tiene un embarazo psicológico. ¿Pueden alucinar los robots? Todo indica que sí.” Napo insiste con los nombres con letras y números pero es obvio que eso no va a ser así. Los robots van a tener nombres humanos, caras humanas y nos van a matar de a uno, como hacemos los humanos entre nosotros. Le dije a Napo que yo podía escribir esa novela. Pero la posibilidad de hacerlo me parece –no sé bien por qué– redundante. Todo se parece mucho a I, robot, la novela de Asimov, cuya adaptación para cine con Will Smith es excelente. ¿Protocolo de seguridad? Habría que entender antes que si metés un robot en tu casa, tarde o temprano, va a intentar matarte.
Jueves. Le mando un video a Napo que capta, en Bangkok, a una mujer muy joven haciendo compras con cuatro robots Tesla, que caminan atrás suyo y le ayudan a cargar las bolsas y paquetes. ¿Todos queremos robots esclavos? Napo responde: “Libera un esclavo y tendrás un tirano, decía Maquiavelo, con crueldad pero también con precisión.”