Lunes. Leo que en China, Xiaomi tiene una fábrica oscura que “marca un avance significativo en la manufactura automatizada, siendo capaz de producir sesenta smartphones por minuto sin intervención humana.” El adjetivo de oscura llega porque los robots no necesitan luz para trabajar. La fábrica opera las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana “utilizando robótica avanzada e inteligencia artificial para alcanzar una eficiencia sin precedentes en la producción de smartphones.” También leo que en Beijing ya vistieron a un robot de policía y lo sacaron a pasear. Por su parte, en una entrevista, Mario Pergolini dice que este año se van a vender en el mundo un millón de robots multifunción. Luego los describe. Robots bípedos, antropomórficos, ayudan a hacer las compras, a limpiar y ordenar la casa, y otros mandados así. “En cinco años va a haber tantos robots como teléfonos.” Y entonces agrega: "Siempre quisimos tener esclavos, el robot es un gran esclavo y el robot no te da culpa.” La esclavitud y la culpa, nada más. Al estar librados de lo segundo no libraremos sin más ejercer lo primero. Contra este tipo de brutalidad lucha el catolicismo desde siempre. La deshumanización está en puerta.

Martes. La fábrica oscura, buen título. La máquina oscura. The dark machine.

Miércoles. Pensando en el problema del poder, que es el otro problema –el de la verdad es el problema que nos propone la existencia, y el otro es el poder– me acordé de una escena de Tristes Trópicos que le gustaba contar a mi viejo. Desde luego, él tenía su versión. La contaba desde la picaresca. Creo que Umberto Eco también la versiona. Es una escena, al parecer, fundante. ¿Fundante para el estructuralismo? La escena es la siguiente. Lévi-Strauss observa unos indios y tiene un cuaderno y anota. Es el explorador, el principio de la fundación de la antropología estructuralista como tal. Y el tipo tiene prestigio como extranjero, tiene plata, tiene artefactos que a los indios los seducen. Todavía no hay observación participante. El brujo le hace llevar las valijas a Lévi-Strauss por los mismos indios que él va a estudiar. Y entonces él se sienta, los observa y escribe y los indios también lo observan y lo miran a escribir. Y en un momento se acerca un indio y se pone al lado de él y mira lo que hace. Y enseguida le pide una hoja. Lévi-Strauss se la da. Y el indio toma la hoja de papel, la mira, agarra una ramita y empieza a hacer ondas y palitos, con la ramita en el papel. O sea, lo imita. Después cambia la ramita por un pedazo de carbón y sigue haciendo esos palotes. Cuando los demás indios se acercan, les muestra que él también hace, o más bien habría que decir sabe hacer, lo que hace el extranjero. Y que si el extranjero es superior y hay que tratarlo como tal, a él también porque hace –sabe hacer– lo mismo que hace el extranjero. A lo cual los indios acceden. Los indios empiezan a respetarlo. Desde luego, el indio no sabía escribir, pero sabía fingir que escribía. Y ese saber fingir le daba prestigio, y en última instancia, también poder. Una cosa es que no nos bancamos de la política –una cosa que el que no hace política no soporta– es que la política demanda animarse a imitar sin saber lo que pasa. La imitación es la clave. Animarse a imitar. No tanto el saber. Lévi-Strauss dice, enseguida: “Pero ojo, que yo también aprendí a escribir así. Si yo no hubiera empezado a hacer palotes cuando era chico, no habría aprendido nunca a escribir.” Creo que los que escribimos nos podemos identificar con Lévi-Strauss y con el indio simulador. Al principio, todos hacemos marcas en el papel. Y luego simulamos. Y muchas veces, no sabemos qué estamos haciendo. Sí, podemos leer y nos damos cuenta que otro, el otro indio, no está haciendo lo mismo que nosotros. Pero ¿seguro que no está haciendo lo mismo que nosotros? O para decirlo con más precisión, ¿estamos seguros que nosotros no estamos haciendo lo mismo que hace el indio imitador?

Jueves. En el bar Celta compro un dibujo en tinta, muy barato, pero con muchos detalles, del Edificio Otto Wulff. El artista va por los bares ofreciendo sus dibujos que son todos de lugares de Buenos Aires. Cuando me los pasa para que elija, busco el Wulff y no lo encuentro. Le pregunto si lo tiene. Me dice que sí, Belgrano y Perú, claro, tiene que estar. Lo busca en otra pila y me lo muestra. Es hermoso. Lo compro.

Viernes. En la librería del barrio compro dos libros de Centro Editor. Mil pesos cada uno. Tapas negras. Editados en 1977. Pero están nuevos. Son dos antologías, El cuento naturalista italiano y Ciudad y utopía. En el primero hay relatos de Verga, Capuana, Fuccini, Serao; en el otro, pizzas ensayísticas de Fourier, Owen, Garnier, y cierra con algunas especulaciones de Le Corbusier. El naturalismo italiano y la ciudad que debe ser no son temas ajenos entre ellos ni a la existencia en Buenos Aires. Y pensando en eso, nuestro gentilicio, porteño, ¿no resulta pobre en relación a nuestra identidad? Como adjetivo, lo compartimos con cientos de otras ciudades y es un abuso de la metonimia. También compartimos el nombre de la ciudad con la provincia. En esa disolución algo se nos juega. Somos con intensidad pero no tanto como nombre… Hubiese sido conversar el Santa María. Onetti vio eso y recuperó el nombre y el título sagrado. Buen gesto viniendo de un uruguayo. Santa María es la ciudad piadosa que se nombra con un rezo. “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…” Busco la bandera de Buenos Aires y me emociona que esa sea la bandera de mi ciudad, la ciudad en la que nací y en la que vivo, y en la que hago líneas imitando a otros.