Sábado. Lucas: “Les digo que, si estos callan, gritarán las piedras.”

Domingo. Terminé la semana del 2 de abril yendo al senado. Tuve una vigilia el primero, el acto del 2, un asado el mediodía del 3 con los veteranos del Bahía Paraíso, y el viernes fui al senado porque le hacían un homenaje al comandante Azcueta. Como me suele ocurrir en actos partidarios o muy protocolares, no me sentí parte. No estaba en la lista de ingreso, así que tuve que esperar hasta que entraran todos. Saludé a Alejandro Amendolara y eso estuvo bien. Pero el personal del senado estaba especialmente quisquilloso y desagradable porque había mucha gente. Escuché a Nicolás Kasansew, que estuvo breve y atinado sobre la guerra. “Las épicas son necesarias para saber de dónde venimos y a dónde vamos.” Y después también escuché al comandante de un Hércules que peleó y a Azcueta, y me gustó escucharlos a ambos. Pero apenas pude me fui. Ir al senado, ver el lugar del poder desde dentro, su arquitectura, me resulta educativo. Pero ¿de qué se trata esa pedagogía? ¿Que nos enseña ese granito, esas columnas, esas escaleras, esos mármoles? Como tenía media hora me demoré en la librería que está sobre Rivadavia, a una cuadra del subte, y revisé los libros de seiscientos pesos. Compré tres, una novela publicada por Emecé sobre nazis y espías titulada El druida, un De Perón a Lanusse de Félix Luna, y Rol de cornudos de Camilo José Cela, en esas ediciones de Seix Barral, de “literatura contemporánea.” (Un pasaje de subte cuesta a partir de este abril 869 pesos, así que pagué menos por cada libro.) La edición de Cela es de 1984, y tiene muchos sellos de una biblioteca privada y una nota manuscrita, pegada en la carátula. La nota dice: “Leí este libro los días 24 y 25 de octubre de 1989. Cela ya había obtenido –unos días antes– el premio Nobel de Literatura.”

Lunes. La cátedra, el parlamento, el escenario son lugares donde se ejerce el poder de forma performática. Tienen algo de banales. Son muchos los gestos que los presentan con fuerza pero, luego, se deshacen en el tiempo. A la explosión, a la declamación y al enunciado no los continúa casi nada. Con los libros parece ser al revés. ¿Redactar una ley será diferente?

Martes. El domingo compré un libro de 1916 a mil pesos en la Feria del Parque Rivadavia y mi hijo señaló sorprendido: “pero ¿cómo? Es muy antiguo, ese libro debería ser más caro.” Es un manual de historia argentina. En el prólogo habla de la historia como ciencia y enseguida le dice tirano a Rosas.

Miércoles. Mi generación y los más jóvenes saben separar Malvinas de dictadura.

Más tarde. Un pendiente. El 2 de abril, que fue un martes, me enteré de la muerte de Carlos Masoch. Estaba ocupado y no escribí nada, ni logré tampoco pensar nada. Salvo que le habría gustado, como era, tan dado a los símbolos patrios y sus formaciones y deformaciones, morir un día como ese, ligado a Malvinas, al ser nacional, al valor y a los equívocos de la guerra. En un lapso de semanas, se fue Daniel Briozzo, que me presentó a Masoch, y luego Masoch mismo. Hay algo de irreal en la muerte de estos hombres jóvenes, queridos, talentosos. Sigo viendo sus fotos, sus sonrisas, ocasionales, en las redes. Pero más allá de esas imágenes, dejan muchas ganas, muchas obras, pasión, empeño, en que este mundo sea menos aburrido, más productivo, más interesante y feliz. Quizás podamos encontrar en la noticia de la muerte imprevista un rastro afirmativo. Más allá de la sorpresa y la aflicción, no es poco.