Jueves. Viaje a Las Heras con mi madre. A la altura de Ezeiza nos agarra una tormenta de frente que anula la visibilidad de forma casi completa. En un momento parece que nos metimos abajo del agua. El parabrisas es una pecera. Mi madre maneja. Baja la velocidad. Le voy indicando cómo llevar el auto pero siento que no lo necesita. La tormenta dura unos quince minutos. Admiro su entereza. “Menos mal que estabas acá” me dice. En la casa está mi hermano con su familia. Me dedico a leer en la cama. El clima, todavía con lluvia. En una habitación pequeña de la casa armo mi lugar. Paso todo el día leyendo y anotando en mi libreta. ¿Qué escribo? Leo los cuentos completos de Fogwill. Antes lo que me daba ganas de escribir era el personaje Fogwill, ahora es el escritor conceptual.
Viernes Santo. El peligro de hacer películas es la técnica. La permanente invitación de la técnica al futuro. Siempre se puede rodar mejor, con más calidad, con más tecnología. Hagamos una toma más, mejoremos el encuadre, usemos tal micrófono… Y el realizador disfruta vencer esos obstáculos. Pero también está la tentación de no hacer, de dejarlo ir. La tentación de abandonar. Si no está en la calidad tal, lo mejor es no filmar, no editar, detenerse. Antes, en el siglo XX, la falta de dinero y tecnología eran una traba. Hoy las trabas operan de una manera más sutil. Se reflejan en el realizador. Le hablan, le señalan su falta y su mediocridad. Pero yo no tengo miedo en ser mediocre. ¿Cómo temer ese fantasma que me persigue desde siempre, ese miedo, ese dictum familiar, escolar, intelectual?
Sábado Santo. Ya en la ciudad, de vuelta. Cada vez me cuesta más salir de Buenos Aires. ¿Para ir a dónde? ¿Para hacer qué? Mi madre, ayer, en el auto, mientras volvíamos de noche me da ideas para documentales. Todas buenas. Me sorprende.
Domingo. Almuerzo familiar. Hablo con Amilcar y su novia de cine. El me saca a Montaigne. Hace poco cumplió veintiséis años. Tengo mucha fe en la juventud del siglo XXI.
Más tarde. Hago muchas cosas y ninguna de las cosas que hago las hago bien, ni me satisfacen del todo. ¿Cómo se escribe una novela? Nadie sabe.
Lunes, temprano. Murió Francisco. Mucha tristeza. Pero hay algo más. De forma semanal recibo mensajes de Guillermo David. A veces me manda link a sus columnas, que siempre disfruto. Hoy me mandó un fragmento de esta carta del Santo Padre sobre el papel de la literatura en la formación, fechada el 4 agosto del 24:
“Cuando se lee un relato, gracias a la visión del autor, cada quien imagina a su modo el llanto de una joven abandonada, la anciana cubriendo el cuerpo de su nieto dormido, la pasión de un pequeño emprendedor que trata de salir adelante a pesar de las dificultades, la humillación de quien se siente criticado por todos, el joven que sueña en una vida miserable y violenta como única salida al dolor. A medida que identificamos rastros de nuestro mundo interior en medio de esas historias, nos volvemos más sensibles frente a las experiencias de los demás, salimos de nosotros mismos para entrar en lo profundo de su interior, podemos entender un poco más sus fatigas y deseos, vemos la realidad con sus ojos y finalmente nos volvemos sus compañeros de camino. De este modo, nos sumergimos en la existencia concreta e interior del verdulero, de la prostituta, del niño que crece sin padres, de la esposa del albañil, de la viejita que aún cree que encontrará su príncipe azul. Y esto lo podemos hacer con empatía y, a veces, con tolerancia y comprensión."
Leo y releo esta glosa y encuentro algo que antes no había notado. Francisco fue un Papa artleano. Un Papa del barrio de Flores, lugar porteño desde el cual ahora escribo. Los Papas en general son borgeanos. O sea, eruditos, conservadores, gente de bibliotecas, de mesura, de palabras justas, que examinan y viven en las jerarquías del mundo. Y Francisco no, era otra cosa, simbolizaba otra cosa. Perteneció a la calle, a la picardía y al humor argentino, era pillo, astuto. Y el fragmento que me manda Guillermo está lleno de referencias a la novela, y a la novela sentimental, a la novela social, a Dostoievsky, a Boedo. No alude a los altos mecanismos literarios, sino que señala la empatía, áspera y difícil, a veces resignada, siempre iluminadora, que se genera en el drama, incluso en el melodrama, y explica como esa lectura nos hace entender el mundo que nos rodea. Una vez, John Cheever escribió en su diario: “Escribo para unir mi historia con la historia del mundo.” Francisco nos dice que esa unión puede generarse en la lectura. Se fue un lector, que también llegó a ser Papa. Y siempre que se va un lector, algo se pierde. Es muy difícil que volvamos a tener a alguien como él.