Lunes. El novelista sabe como empieza, nunca cómo termina. Es un corredor de fondo. Se trata de aguantar. Vale más la experiencia y la determinación que la técnica. De hecho, cada novela es una pequeña maratón que se corre solo, contra uno mismo. Y siempre se sale segundo.
Más tarde. Contra la ley del mínimo esfuerzo, la novela siempre es el género del máximo esfuerzo, de la redundancia. Que sobren páginas es parte del género. Hay una larga tradición de intentar comprimirla, presurizarla. Pero ¿cómo hacerlo sin que deje de ser novela? Una vez un cocinero de la Armada me dijo: “En secreto del queso Gruyère está en el sabor de los agujeros.”
Martes. El periodismo como oficio tuvo un momento que podríamos llamar irrepetible donde estuvo muy cerca de la literatura y, al mismo tiempo, de los medios masivos. Podríamos ubicar ese momento entre los años 30 y los años 70, que, con suerte, estiramos hasta los 80. Fueron cincuenta años interesantes. Ya en los años 90 se nota un declive con el triunfo del globalismo, del dinero, el adocenamiento. Luego llega internet y trae una primavera de comunicación, páginas, sitios y blogs que hoy ya no existe más en el centro de la escena digital, escena que, en menos de diez años, se ve desbordada por las redes sociales. No es algo nuevo. En el siglo XIX la situación era caótica, como lo es ahora. Hoy la información circula cuestionandose a sí misma. Intento ver los canales de streaming y no logro entender dónde está el centro, qué es importante y que no. Me gustan las revistas digitales, donde hay artículos con firma, gente con cara, argumentos, ideas. En los canales de streaming todos parecen tener las mismas facciones, como pasaba en la televisión antes o, quizás, supongo, en la radio cuando comenzó. Pero si la tv proyectaba basura, que uno disfrutaba o no según el caso, al lado estaba el diario en papel o una revista… Hoy todo es más confuso, saturado. ¿Volveremos al orden? ¿O seguiremos acumulando plataformas? Me da curiosidad saber qué quedará de los reels de IG, de Tik Tok. De tuiter ya sabemos que se pueden hacer libros, más o menos arqueológicos. Por su parte, los libros siguen ahí, con su prestigio polvoriento, tratando de conectar, a veces logrando una mirada, a veces no. como siempre pasó.
Miércoles. Ni Borges ni Arlt terminaron el colegio secundario. Se dice que la biblioteca del rectorado de la Universidad de Buenos Aires –o quizás sea el decanato– se guarda una carta, fechada en los años 20, donde Borges le pregunta a Rojas, a la sazón rector o decano, si puede inscribirse en la facultad de Filosofía y Letras sin haber terminado el secundario. Rojas no respondió. O no se conserva su respuesta. Es probable que esa negativa –porque Borges nunca accedió a ningún tipo de educación superior– lo haya salvado de muchas taras que padecemos los que si tuvimos formación académica. Me gusta leer en el diario de Bioy que los dos, Borges y el mismo Bioy, cobraban un sueldo en Emecé por hacer antologías, armar colecciones y hacer trabajo editorial. Desde luego, Bioy no lo necesitaba pero la situación para Borges era diferente. En un momento, los echan de Emecé. Bioy también consigna como Guillermo de Torre, cuñado de Borges, poeta hoy completamente olvidado, pero que era editor en Fondo de Cultura Económica, los ninguneaba. Qué destino. Si a ellos les pasaba…
Jueves. También es poderoso el que camina descalzo.
Más tarde. Como era ciego y odiaba a los espejos, Borges jamás se veía a sí mismo. Si lo hubiese hecho, si hubiese tenido que afrontar su cara y su cuerpo, ¿qué habría pasado? Que odiara los espejos es relativo. No deberíamos confundir letra con biografía o confesión con artefacto. (Aunque toda ficción es, de alguna forma, una confesión…) La ceguera de Borges, siempre parcial, resulta una de las formas de la comodidad. Quizás también una manera discreta de ignorar. Marcelo Cohen, hace mucho, me señaló que, aunque había vivido hasta bien entrados los años 80, en ningún cuento de Borges aparece una estación de servicio. No corroboré el dato. Pero cada vez que lo recuerdo, pienso que estaba la excusa de la ceguera. Pero ¿no había estaciones de servicio en los años 40? Está bien. Quizás debería escribir yo mismo un poco más sobre combustible y luces en la ruta. En inglés suena mejor. Gas station. En español, no me termina de convencer. Todos estamos un poco ciegos, al final.
Viernes. En la estación Congreso de Tucumán del subte D, la última, hay un mural de azulejos pintados que le ofrece al pasajero la escena de San Martín frente a la cordillera. Al costado se lee La cuesta de Chacabuco. Es una imagen más del épico cruce. En su ingenuidad, se trata de una representación casi escolar, de tonos pastel, un recuerdo emotivo de la gran gesta fundamental para nuestra existencia como nación. Lo curioso es que justo donde está el grueso de los soldados de infantería se desprendieron cuatro azulejos. San Martín, su caballo blaco, los oficiales montados, las banderas, se ven y se reconocen sin problemas. Frente a ellos, los soldados. Pero también un rectángulo gris que deja ver el cemento. Cuando le saqué la foto –estaba apurado por llegar al trabajo–, pensé en los embajadores de Holbein. Lejos del museo, en una estación de subte, la muerte y la falta también se presentan en la representación del triunfo. La entropía y la fatiga de los materiales generan un barroco involuntario. Es el toque suprematista en el arte oficial. Al final, todas las historias, todas las representaciones, todas las épicas, exhiben o contienen una falla.