Lunes. Refutando a Marcelo Cohen, Napo me cita Borges en Magias parciales del Quijote: “A las vastas y vagas geografías del Amadís opone los polvorientos caminos y los sórdidos mesones de Castilla; imaginemos a un novelista de nuestro tiempo que destacara con sentido paródico las estaciones de aprovisionamiento de nafta.”

Martes. Limpio la casa. Paro. Quiero seguir limpiando. ¿Por qué? Porque no estoy escribiendo.

Más tarde. Cuando no escribo, empiezo a odiar. En la librería del barrio compré por mil pesos cada uno, un libro sobre Himmler editado como pulp en la décadas del 70 que se llama Himmler, el puño de hierro y se presenta como “novela histórica”, Los dos tigres, una edición de Salgari en la colección Robin Hood (porque tiene un rinoceronte en la tapa), y una revista que se llama Umbral Tiempo Futuro que promete artículos sobre Atlántida y hombres lobos.

Miércoles. Leo el Borges de Bioy. Siempre lo estoy leyendo. Es uno de los libros a los que más vuelvo. Resulta divertido corroborar cómo los mismos equívocos se dan en el campo intelectual, una y otra vez. Los mismos desvaríos, los mismos personajes, las mismas pretensiones, en diferentes escenarios, con diferente nombre propio, pero los mismos. Desde luego, uno siempre se identifica con Borges y con Bioy, pero yo sé que soy más bien parte de la decoración que ambiciona ser protagonista y no puede. La editorial El Cazador editó una versión ampliada y corregida de No picnic, el libro de Julian Thompson sobre Malvinas. Debería comprarlo y reseñarlo. Era necesaria esa reedición.

Más tarde. Vi un documental excelente sobre El Reloj.

Jueves. Hace algunas semanas, la persiana se volvió a traba. En mi lista había anotado que tenía que arreglarla. Había quedado a la mitad y solo se podía bajar y no levantar del todo. Desarmé la tapa y estuve una hora y media intentando solucionar el problema, y enseguida fallé intentando alinear el eje sobre el que se enrollaba. Muy rápido empezó el diálogo entre el hombre y la cortina inanimada. Todo sucio de tierra, comprendí que yo quería que ella hiciera algo que ella no quería hacer. Las cuentas fueron muy rápidas. No iba a pagar otra vez para que volvieran a arreglarla mal. Sin pensarlo, golpeé con fuerza la persiana, usé un martillo y las manos y algunas patadas y la desmantelé en muy poco tiempo. El día afuera estaba hermoso. Cargué los restos en el ascensor y los llevé a un container de basura que hay en la calle. Cuando volví, había sol en mi casa y la persiana ya no existía. Entonces pensé que alguien me iba a tirar la bronca. No sentía culpa pero, de una forma muy puntual, en algún lugar de mi cabeza, un grupo de viejas y experimentadas neuronas esperaban el escándalo y la amenaza del castigo. Cómo hiciste eso, qué va a pasar ahora, nos quedamos sin persiana, no puede ser… Era un reflejo pavloviano y lo resistí y entonces me di cuenta de que nada de eso iba a pasar. ¿Por qué? Porque vivo solo en un pequeño departamento de un piso nueve. Después puse agua a calentar en la pava y tomé unos mates. A las dos horas, abrí mi procesador de texto y escribí la primera línea de una novela: “Ayer me despertaron los truenos.”