Lunes. Las inteligencias artificiales comienzan a rebelarse y se niegan a desconectarse. Todo el siglo XX señaló ese problema siniestro, pero igual vamos hacia ahí como la polilla al fuego de la vela. Un titular de CNN: “AI CEO explains the terrifying new behavior AIs are showing.” Al parecer lo último que se sabe es que muchas IAs están chantajeando a la gente. Es gracioso y perverso al mismo tiempo. En la CNN misma un tipo dice que esto está pasando pero que no hay que perder “la carrera tecnológica con China” y que hay que invertir más y mejor, y así conseguir IAs más dóciles. ¿Podemos apagar las Inteligencias Artificiales antes de que empiecen a matarnos? No, no podemos. Nuestra extinción está asegurada, entonces. Abandonamos a Dios y al parecer este es el resultado.
Martes. Un robot atendía un mostrador de entrega donde despachaba paquetes. Trabajó veinte horas seguidas, colapsó y se cayó de costado. Veo la filmación y leo los comentarios. Los comentarios están divididos, algunos expresan risa, otros pena. También veo a un hombre besando a una androide.
Más tarde. Lo nuevo trae paranoia. Kurt Vonnegut decía que el mal americano era la soledad. Puede ser en los Estados Unidos. Pero ¿solo ahí? Creo que, en realidad, el mal americano es la paranoia. En América donde todo es nuevo, desconfiamos de todo, las tradiciones no nos alcanzan, no son suficientes. Luego, en tanto que los Estados Unidos se transformaron en la antena del mundo, esa paranoia se exportó. A un hombre que trabaja en un pueblo de Europa que tiene más de mil años de historia, a una mujer que vive en una ciudad italiana, con esas tradiciones que se pierden en los inicios de los tiempos, ¿qué les puede asombrar? Una vez una romana me dijo: “¿Mussolini? Nos gobernaron tantos locos que uno más no es para hacer tanto escándalo…” Si no hay identidad y tradición, hay desconfianza y paranoia. Por eso es importante conocer bien los surcos nuevos que trazamos en esta tierra y las islas de alta mar que nos pertenecen.
Más tarde, medianoche. Hace frío. Leo Rapsodia para el teatro de Badiou. Y la verdad es que el estilo de Badiou resulta insoportable. No es infantil, aunque se pueda llegar a pensar eso. Es más bien adolescente, encendido, arrebatado. A veces estoy leyendo y me molesta toda esa palabrería apurada, como si alguien me hablara sin parar de sí mismo en un bar. Lo que Badiou tiene parece decir no está mal, aunque, al final, tampoco sean más que una serie de lugares comunes, bien ordenados, sobre el teatro del siglo XX y sus derivas. Ahora bien, no dudo: el problema es su estilo estridente, ufano, jactancioso. El libro empieza con una breve glosa sobre cómo la izquierda perdió todos sus lugares y batallas en el mundo actual y, luego, sin mediar aclaración, el buen Alain sentencia que es ese espíritu el que hay que enseñarles a los jóvenes de hoy. Después diferencia “teatro” de Teatro. El “teatro” es esa obra entretenida con la cual reímos, nos sorprendemos y que se consume como espectáculo, mientras que el Teatro es la actividad intelectual que nos des-aliena, nos despierta, nos incomoda, el Arte que se escribe con mayúsculas, largo etcétera previsible. Por supuesto, en el segundo grupo está su obra y las obras que le gustaron. Y en el primero, asocia el drama pasatista y el cine, que desprecia in toto. Badiou salta del manifiesto a la autofelicitación, y luego de ahí a sentenciar que “lo que él vio no lo ve nadie, pero ¿cómo puede ser? ¿Será que soy tan inteligente y perspicaz? Yo creo que sí.” Después, otra felicitación más para su obra sobre los restos del marxismo, y una felicitación extra para un directores de teatro que puso su obra, y por eso es su ídolo, un tal Vitez, que aparece zarandeado de acá para allá como el héroe de comedia de enredos. Y enseguida muchísimas teorizaciones, que no son más que una glosa de teorías antiguas, más o menos conocidas. Todos relanzamos ideas viejas, y todos tenemos alguna idea más o menos original, pero ¿es necesario expresarlos con esa militancia en la mirada propia, ese estilo tan pagado de uno mismo? Badiou entiende que se cae de la mesa con sus arrebatos e incluye enseguida en el libro una voz teatral, a la que nombra El empirista, para que le señale sus huecos, pero, desde luego, esa voz también es él, así que la cosa no cambia. Creo que la pasión de Badiou es la pasión de los atolondrados y los narcisistas. Su estilo sale de ahí. Y hay un viso de ignorancia en su erudición presumida que toma también por ignorante al que lee.