Sábado. Del libro de Badiou rescato una sola idea, que el teatro sea obligatorio. Aunque ¿no es siempre obligatorio el teatro? Hoy tomo el tren en Retiro. Tarda en llegar. Desde que asumió Milei los trenes andan mal. Apenas salimos de la estación, con el vagón lleno, una mujer larga un sermón de forma teatral. Pide dinero y comida. Habla de Dios, del cáncer, de sus hijos perdidos, de Internet que es el diablo. “Ayudenme a comer, no jueguen con Dios, la ley no existe, no es nada.” Habla con claridad, de forma pausada. Dos, tres frases cortas y hace silencio. Por momentos parece una maestra retando a sus alumnos que se portaron mal. En un momento, me doy cuenta que su mensaje no es muy diferente al de cualquier intelectual porteño. O al menos podría insertarse sin problemas en esa trama de denuncias, chicanas y discusión. Por lo demás, ayer de madrugada y en un ataque de sonambulismo, arranqué las cortinas de mi habitación.

Más tarde. Mi padres nunca me escucharon cuando les hablaba. Mis docentes de escuela inicial, media y de la universidad, menos aún. Mis primeros jefes en el mundo laboral nunca me escucharon. Cuando empecé a tener jefes más instruidos y a realizar tareas que requerían más formación, mis superiores tampoco me escucharon. Cuando tuve que lidiar con directores y secretarios ninguno me escuchó. Así fui creciendo, dirigido por hipoacúsicos sociales, sabiendo que no hay peor sordo que el que no quiere oír. A esta altura de mi vida, me doy cuenta de que yo tampoco me hice entender. Ni insistí cuando tenía que insistir, ni grité cuando podía gritar. Pese a eso, tengo mi revancha. Mi gran venganza es escuchar a mis hijos.

Domingo. Beatriz Sarlo estaba casada con el cineasta Rafael Filipeli. El murió primero, hace unos años, y luego ella, hace poco. No dejaron herederos directos. Ni indirectos. Ni designaron albaceas. Y al parecer, el encargado del edificio donde vivían, que posee las llaves del departamento, les está vendiendo las cosas. Se dice en las redes sociales que apareció en comercios de usados una frondosa, y a la vez espectral e incomprobable, colección de discos que el inquieto encargado, de nombre Melonio, habría reventado con poca elegancia y total impunidad. ¿Siguen los libros? Sarlo atesoraba primeras ediciones de Borges, lo decía, oronda, en sus clases… La denuncias incluyen una gata de nombre Nini, que el encargo tendría como rehén. Y desde luego el tal Melonio presentó unos papeles, muy flojos, burdamente manuscritos, donde Sarlo le deja el departamento, sus bienes culturales y a la gata. Todo me resulta una situación magnética. La escena del encargado esperando el deceso de la ensayista y luego entrando, sigiloso, a saquear la casa es digna de ser filmada. (Quizás por Filipelli, pese a que él no tenía ese humor…) Me encantaría revisar los papeles de Sarlo. Aunque la idea es muy superior a su realización. Seguro hay anotaciones, carpetas, cuadernos llenos de apuntes, libros subrayado, algún cassette de cromo con la grabación de alguna vieja clase... No me limitaría al salón, iría a revisar la ropa de ambos. ¿Habrá tirado o donado, Beatriz, los sacos grises de Rafael, sus zapatos sin lustrar? ¿O estarán todavía ahí? Pasaría a la cocina, a ver qué quedó en los estantes, las especias que Melonio rechazó, las copas, los platos, los cubiertos… ¿Cómo estarían dispuestos? Los alcoholes que la pareja atesoraba ya no van a estar ahí, eso seguro. Conozco el edificio de la calle Hidalgo. Pasé a buscar a Sarlo varias veces por su puerta, fuimos juntos a tomar el subte A, viajamos a su estudio de Congreso donde alguna vez la entrevisté con Maxi Tomás. A veces le llevaba un libro que yo había publicado. A veces solo la acompañaba. (No le interesaba Malvinas, ni mis libros sobre la guerra. Aunque hablamos de su viaje a las islas. Pero, para ser sinceros, a mi tampoco me gustaba escucharla sobre ese tema del que no sabía nada…) Como fuere, Sarlo era una mujer sensible, avispada, seria pero canchera. Una vez, hacia las siete de la tarde, tomamos un whisky en The Oldest, el bar de Ambrosetti, y yo le conté que esa era mi zona, la de mi infancia, la de mi juventud, la de mi casa paterna, la de mi Colegio Normal, y mi Parque Rivadavia. Ella me contó que era de Belgrano, que su padre había sido un hombre a la vez exigente y ausente, y que se había mudado a Caballito por la Facultad y luego se había quedado porque le gustaba. La confesión más importante que me hizo esa vez en The Oldest fue que, hacía muchos años, había empezado a escribir una novela. Al principio estaba entusiasmada, pero después se dio cuenta de que no era buena. Me acuerdo que dijo: “No tengo pasta de novelista.” Tampoco le gustaba coleccionar libros, ni revistas. ¿Estará esa novela escrita a medias entre los papeles que el malévolo Melonio, muy pronto, rematara en el mercado negro de nuestras emociones por unos pesos? No creo que yo llegue a revisar nada de ese departamento. Es una fantasía literaria que se agota en su enunciación. No voy a ir un mediodía de este invierno crudo a buscar a Melonio y ofrecerle un trato que no pueda rechazar. Pero si lo hiciera, ¿encontraría los papeles perdidos de Beatriz Sarlo? A diferencia de los académicos, los novelistas siempre vemos en esos restos mortales –la biblioteca, el ropero, la cocina– muchas historias para contar.

Más tarde. Nota sobre el animismo. ¿Está Sarlo en sus objetos, en su inmueble, en su gata? Los intelectuales viudos sienten eso. Se perdió la lectora, abracémonos a sus objetos inanimados, a sus libros subrayados, a sus fotos copiadas en papel. Pero nadie piensa en la relevancia acercada de Melonio, el encargado, la contraparte, el hombre material, vulgar, el villano.

Medianoche. Tengo que terminar varios artículos que tengo empezados. Uno titulado “Nuestro destino antártico” cuyo aporte central es una queja sobre la nomenclatura latinoamericanos que nos dan los países centrales a los argentinos. Si nos dicen latinoamericanos ¿no están cortando nuestra bicontinentalidad de nuestra identidad nacional? Los argentinos somos sudamericanos pero también antárticos. Ahora bien, ¿cómo decirlo sin ofender, sin quedar frente a nuestros vecinos como un arrogante declamador? Yo por mi parte no me siento muy latinaomericano, la verdad.

También empecé un artículo, sobre el discurso de las armas y las letras del Quijote. ¿Dónde empieza todo? Creo que ahí. En ese discurso se sintetiza algo de la épica, la experiencia, la picaresca, y la dualidad entre la lectura y la existencia. Hay un pintor sevillano, Manuel Hispaleto Garcia, que retrató la escena en 1884. Lo que pintó resulta, en una segunda mirada, enigmático.

Lunes. Ayer pasamos con Carmelo por la calle Hidalgo y nos sacamos una foto. Me tentó tocar el timbre del encargado y preguntar por Melonio pero, al final, no lo hice. Ayer también leí una carta donde un grupo de intelectuales explicaban la necesidad de hacer una Fundación para resguardar los bienes de Sarlo… Su legado. El “legado de unas de las grandes intelectuales argentinas…” Caminamos mucho con Carmelo la semana pasada. Hacía frío y nos abrigamos. El sábado fuimos juntos a la misa de las cinco en el Buen Pastor. La misa la dio el cura de siempre, campechano y amable. A la salida, cuando despedía a los feligreses, le conté que había sido él el que había bautizado a Carmelo diez años atrás. El cura sonrió. “Hace veintiún años que estoy acá” me dijo, feliz.