Lunes. Leo sobre la quema de libros del 10 de mayo de 1933 en la Plaza de la Ópera en Berlín. Las fotos que hay en la web son terribles. Wikipedia dice que “la acción” se realizó bajo la dirección del Nationalsozialistischer Deutscher Studentenbund, la federación de estudiantes nacionalsocialistas, en Berlín y en otras veinte ciudades universitarias. Fue el momento cúlmine del «Aktion wider den undeutschen Geist», o «Acción contra el espíritu anti-alemán», iniciada en marzo de 1933 y con la que se comenzaba la persecución sistemática de los escritores judíos, marxistas y pacifistas.
Quemar libros es darles una lectura, y una lectura fuerte. Quemar un libro es decir: “yo sé lo que es y puede este libro, lo conozco, quizás no lo leí todo, ni lo comprendí del todo, pero entiendo lo que significa y no quiero que vuelva a ser leído por nadie más.” El gesto es de censura pero también de egoísmo. Quemar un libro implica desear quedar como testigo privilegiado de algo -una escritura- a la que nadie más va a acceder. No puedo dejar de verlo como una forma de ponderación extrema y sensual. El fuego purificador llevándose las paginas buenas y las malas. El olor, las cenizas en el aire, el brillo milenario en la noche, el recuerdo, la vuelta a casa, los demás libros, los que se salvaron, insípidos, previsibles... El fuego señalando y suprimiendo. El fuego como una máquina de subrayar y suprimir. Después de Gutenberg quemar es un gesto antes que una acción. Es imposible quemar todos los ejemplares de una edición. Por lo tanto, el ejemplar que se quema y desaparece hace más atractivo el ejemplar que se salva y subsiste. ¿Qué valor tiene en tiempos de cultura digital quemar un libro? Es un gesto de violencia, pero ¿quién quema y destruye algo cultural hoy?
Martes. Leyendo 1093 tripulantes, el libro del comandante del ARA General Belgrano, Héctor Bonzo. También compré Fuego 6,1,2 de Pablo Baccaro, Fantasmas de Malvinas de Federico Lorenz y la edición de Alianza de Fragmentos presocráticos: de Tales a Demócrito.
Miércoles. Leo a Dick para el proyecto que tenemos con Robles. Lo leo en el Kindle. Dick se deja leer muy bien en el Kindle. Quizás el Kindle sea un aparato para poner a prueba a los novelistas, a los narradores en general.
Miércoles, más tarde. Escribo un poco sobre Arlt. Hay una desconfianza, una paranoia en Arlt que son bastante especiales. Una perspicacia, una desconfianza inicial sumidas a unas ganas de hacer y trascender. Arlt es negativo pero nunca negador, es dialéctico y astuto, y eso lo hace sino único sí bastante excepcional. Su obra es la obra de un insoportable, no la de un humanista, pero de un insoportable que se deja conmover por lo que lo rodea. ¿Qué haría Arlt hoy? Creo que estaría en las redes sociales pero no discutiendo boludeces sino aportando lecturas. Trabajaría quizás de periodista o de otra cosa. Yo lo imagino como un programador de una empresa del centro. Sí, a Arlt siempre me lo imagino como un programador cuando me lo imagino hoy. Escribiendo códigos hasta las seis de la mañana, viviendo en Once o en el primer cordón del conurbano. Entrando a la Deep Web, hackeando tarjetas de crédito por el placer de ver qué pasa. Y escribiendo en siete cuentas de twitter diferentes y en Revista Paco. Dos herederos, o más bien, dos productos directos de Arlt hoy son Mavrakis y Bob Chow.
Jueves. Wagner y la Internet, un matrimonio intenso. El país borgeano no gusta de la ampulosidad y la intensidad del amor wagneriano. La obertura de Der Fliegende Holländer es el principio y el final de toda la música incidental de Hollywood. Las fantasmagorías erótico-freudianas de Wagner me seducen. ¿Wagner es kitsch? Obvio, es lo mejor que tiene. Eso y la música. No es poco. Tal vez a Wagner no le perdonan la pasión. Esa intensidad extrema, ese huracán de amor, de sangre, de violencia, de orgullo. Justamente sus óperas tematizan ese rechazo: el éxtasis no es para todos. La Argentina es un país wagneriano.Los gauchos, Sarmiento, Facundo, Rosas, Gardel, Perón, la dictadura, el fútbol, Maradona, todo es wagneriano acá, salvo Borges. Borges no. Remo Erdosain sí. Es más, Erdosain es uno de los tanto sobrinos que Richard Wagner tuvo en el siglo XX.
Jueves, más tarde. Wagner habría entendido la quema de libros como una operación más compleja que desagradable.
Viernes. El Aleph como el manifiesto anti-wagneriano argentino. Como no se anima con los alemanes, Borges fabrica a Daneri, un italoargentino. “¿Quién es Richard Wagner? No es ningún gran artista, sino un héroe de la publicidad, un forjador de enredos, un maestro del escándalo y un sectario” escribió Max Kalbeck, biógrafo de Brahms, después de ver Parsifal. Para escuchar el verdadero poder de Wagner y comprenderlo en toda su plenitud hay que estar desempleado.