Lunes. El domingo 11 de septiembre, con una primavera anticipada, se recordaba el atentado a las torres. Y también, esa mañana según La Nación, murió Dalmiro Sáenz a los noventa años. Lo supe leer siempre a destiempo. Compraba sus libros usados en Corrientes, publicados hacía mucho en la década del 80, o a veces antes. Incluso fui a ver, arrastrado por un amigo, una de sus obras de teatro en una puesta deplorable, casi de cuadrofilodramático. Su ficción política era muy buena, El día que mataron a Alfonsín o Alto quién vive. Walsh le criticó su libro de moda, Setenta veces siete.

Los lectores universitarios que son un poco los que ponen la vara, mucho más a largo plazo, donde el periodismo siempre es un poco arrastrado, prefirieron otros autores y lo dejaron en una segunda línea un poco anacrónica, algo oculta. Aparte Sáenz le daba al absurdo berreta y a la picaresca y hacía reivindicaciones tautológicas, como las memorias del General Paz o se mandaba, como si nada, a escribir la vida de Jesús. También tiene alguna novela histórica nada mala, con fragmentos de la Guerra del Paraguay, pero… Digamos que no se supo imponer como autor. Era un poco peronista, un poco opinólogo. Yo te odio, político estaba bien, pero ya en su momento, al calor del 2001, parecía demasiado coyuntural y bien pensante. Su odio era responsable, constructivo, progre. En Yo te odio, político atacaba a Menem y decía que Carrió tenía futuro. Mientras tanto se lo tradujo alguna vez, dio talleres de escritura donde se tomaba durante la clase y se fue poniendo viejo. Era buen entrevistado y alguna vez incluso hizo televisión. Lejos de pensarme un escritor superior, más bien me veo reflejado en él, en su eclecticismo, en su aventura, en sus desbandes, en su desprolijidad, en la administración festiva de un talento moderado. Dalmiro Sáenz es un poco el paradigma de autor que pega una y erra diez. Y en ese fracaso, que puede ser cómodo, yo me encuentro. Que Dios lo bendiga.

Martes. Parece que el cirujano inspeccionando su propia pierna no era anónimo ni de 1715, sino una composición digital del 2006. Eso complejiza las cosas. El anatomista holandés Philippe Verheyen recuperado de a fragmentos en el siglo XXI. Falsificación, inspección deficiente y anatomía. Me da vértigo. Lo apócrifo me impacta de lleno. Soy susceptible al discurso de lo apócrifo porque todo me resulta perecedero e insuficiente.

Miércoles. “La noche está muy avanzada, y el día está cerca. Por tanto, desechemos las obras de las tinieblas y tomemos las armas de la luz. Caminemos decentemente, como en el día, no en orgías y borracheras, no en promiscuidad sexual y lujurias, no en pleitos y envidias; antes bien, vístanse del Señor Jesucristo, y no piensen en proveer las lujurias de la carne.” Romanos 13:12-14.

Jueves. Ayer, medianoche, salida para Santa Fe, a la feria del libro. Viajo con Sebastián Robles. En el purgatorio de Retiro, esperando el micro, hablamos de la novela distópica. El escenario amerita. Retiro, como fuere, está vacío y eso lo hace más aceptable. A mí me da felicidad ese vacío, esa ausencia de viajeros. Para Robles, La carretera de Cormac McCarthy es la que mejor cumple la idea de un mundo arrasado y negativo, aunque al final deja algo de esperanza. Para los demás escritores la distopía está llena de aventuras, de desafíos. Después durante el desayuno volvemos sobre el tema y quedamos en que el grado cero de la distopía sería aburrido, como las novelas de Beckett.

Viernes. Ayer dimos la primera parte del taller de escritura en medios digitales para unas doce personas, la mayoría estudiantes o egresados de la carrera de comunicación. La feria del libro de Santa fe se hace en un enorme predio que fue una estación de trenes. Compré un libro artesanal, muy pequeño que se llama Jesús también amaba a los zombies. Cuando terminamos el taller, Robles salió a fumar, yo me demoré hablando con Agustín de Azcuénaga, nuestro contacto en la organización, y cuando bajé en el descanso de la escalera de mármol me encontré a Francisco Bitar a quien no conocía. Justo bajaban unos viejos y nos quedamos mirándonos un segundo de más entre esas personas para las cuales bajar la escalera era un operación sino peligrosa al menos complicada. Cuando reaccionamos, nos saludamos. Bitar es la leyenda amable de la Santa Fe literaria. Su cordialidad me hace mejor lector y me hace comprender también un poco mejor la obra de Saer. Luego Agustín de Azcuénaga nos regala a Robles y a mí el libro de entrevistas a Saer que sacó Mansalva. Y eso me hace acordar a la entrevista que le hicimos con Leandro Godón y que no está en el libro porque finalmente no se publicó en ningún lado. Saer tampoco dijo nada muy interesante. Lo entrevistamos en la casa de Nicolás Sarquís. Había venido a la Argentina a ser parte del jurado del festival de cine de Mar del Plata. En la charla, dijo lo que decía siempre. Habló mal de los que siempre hablaba mal y habló bien de algunos desconocidos. Luego, se murió. Y después también se murió Nicolás Sarquís. En algún momento estuve tentado de ir hasta Rincón o Colastiné que es muy cerca de la ciudad, me dicen unos veinte minutos en auto. Pero al final deseché la idea porque nos quedamos apenas dos días. ¿Qué iría a hacer ahí aparte? Es menos mítico ese lugar desde acá, una geografía para sorprender porteños. El río, como fuere, es muy bello. Ahora, estoy en un bar de la avenida Boulevard Galvez y atrás mío un grupo de hombres hablan e intentan hacer acuerdos políticos. Es un habla antes argentina que provincial, aunque los nombres propios se me escapen.