Lunes. Ayer llegué a San Pedro. Mi idea es leer y descansar. Ahora duermo sobre el agua, escucho la música dulce de los pantanos, melodía de la descomposición vegetal, de los reflejos nocturnos. El agua plácida de los pantanos. ¿Nunca fluye? Fluir, fluir, queremos que todo fluya siempre, que nada se quede. Pero los pantanos se resisten, prefieren la mugre, el silencio. Contra el sonido del mar, ¿la picaresca tibia de los pantanos? El pantano está en los libros subrayados, en las notas al margen, en la medianoche, en los hombres afables o taimados del litoral. El pantano es el laberinto perfecto. Más que el desierto de Borges, porque en el pantano el turista se hunde y en él, el príncipe mosquito recuerda resignado la prehistoria de los hombres cuando picaba los amargos tejidos de dinosaurios de pieles aceitadas. Leer también desde el pantano, entonces.

Martes. Leo la biografía que Francois Porché le dedicó a Baudelaire.

Miércoles. Desde ayer a la noche, Donald Trump es el presidente electo de los Estados Unidos. Escribió muchos más libros que Obama y tuvo, sin dudas, mucho más lectores.

Jueves. Ayer estuvo de visita Patricio Pron en casa. Vinieron Godoy y Vanoli. Mavrakis nos trajo ejemplares de Houellebecq, una experiencia sensible, su libro que acaba de salir. A la tarde, Houellebecq había llegado a Buenos Aires para dar una serie de charlas.

Viernes. Ayer, Houellebecq en el Teatro San Martín para una entrevista abierta que le hizo Gonzalo Garcés. Muchísima gente en la sala AB y también mucha se quedó afuera. Houellebecq no dijo nada que no esté en sus libros. Pero mientras hablaba yo no podía dejar de pensar que si viene un escritor de primera línea, los lectores forman un público que llena salas. Algo similar pasó cuando vino Zizek. La visita de Houellebecq la de organizaron Garcés y Maximiliano Tomas y tuvo el apoyo del Ministerio de Cultura de la Nación, el ministerio de cultura de la Ciudad de Buenos Aires, el Institut Français, la Alianza Francesa y la Embajada de Francia en Buenos Aires. Queda claro que los medios están, lo que falta es el talento institucional para convertir Buenos Aires en una posta lejana, sí, pero atenta a los intelectuales del mundo. Garcés y Tomas hicieron un muy buen trabajo. Vale reconocerlo. Cuando terminó la entrevista, me sumé a una recepción que le armaron a Houellebecq en el sótano del hotel de Recoleta donde estaba. Fuimos con Mavrakis. Apenas llegué Garcés me lo presentó. Houellebecq me dijo que había muerto Leonard Cohen y que estaba triste. Me daba la espalda, no respondía a mis preguntas, miraba a través mío y de la gente que se agrupaba alrededor. Mientras murmuraba se metía pan y queso en la boca que sacaba de una fuente que había en una mesa. Tenía puesto un saco que le quedaba grande. Me sentí un tonto ahí tratando de hablar un francés más o menos coherente. Después el escritor se aburrió y se fue. Tenía la figura del hastiado, más arltiana que baudeleriana, y algo de eso había dicho en la charla, sin mucha chispa. “La fama te da impunidad.” Habría que agregar que con impunidad no hay ley y si no hay ley no hay trasgresión posible. Tampoco líbido. La consumación de la lucidez, su éxito, también puede ser mortuoria. Me hubiera gustado escribir una página sobre la cara de Houellebecq, sobre ese ataque entrópico, sobre la evolución de su máscara. Pensé que podía ser interesante intentar encontrar en esas arrugas y ese pelo fino, casi de muñeca, algún tipo de correlación con su escritura y su biologisismo, pero el mismo desgano general de su persona me afectó. Más inspirador me resulta el libro de Mavrakis.

Sábado. El argentino sospecha que en la admiración siempre hay arribismo, ingenuidad y miseria. Un consejo: no escribir, nada, nunca.