Domingo. Trabajo en el museo. Escucho a Ornette Coleman. Estoy solo. Hace frío pero salió el sol. Ayer, me emborraché un poco en el casamiento de un amiga. Recién de madrugada paró la lluvia. Me olvidé un paraguas en un taxi. La única forma que tengo de relajarme es trabajar. Leo que va a salir un libro perdido de Fogwill. Creo que Twitter también es escribir. Toda fragmentación nos pertenece. Pero no toda fragmentación es arte. Aunque el arte ya no diga nada. O más bien: ¿cuándo fue que dijo algo? Esa cosa lenta. ¿Tiene sentido leer para luego escribir? No hay otra forma, es lo que siempre digo. Pero a veces dudo. La lectura se pone entre el escritor y las palabras, distorsiona, borronea esa relación delicada. Sin ignorancia, sin ese atolondramiento, es imposible escribir nada. Leo que Naked Lunch y The shape of the jazz to come son ambos de 1959.

Lunes. Hoy, 9 de julio, feriado, frío. No hay mucho de dónde agarrarse. Soñé que estaba en un taller comprando una persiana y el hombre que me atendía me quería vender también unos suplementos de plástico. Eran de plástico naranja con partes transparentes. Mientras me explicaba para qué servían y los precios, mi pantalón, de golpe, se caía, dejándome en calzoncillos frente al vendedor. Cuando me desperté, pensé en Beckett antes que en Chaplin. Festejo el día patrio escuchando la sonata para cello y piano op. 119 de Prokofiev.

Martes. Proyecto: leer Caras y caretas como si fuera una enciclopedia borgeana, como si fuera Internet, como si fuera la universidad argentina definitiva.

Miércoles. Lecturas desorientadas por falta de tiempo. Timidez, hastío. Cambié el libro de la UCR por Ricardo Rojas, de las letras a la política de Diego Alberto Barovero, una breve biografía, casi una semblanza, publicada en la década del 90 y escrita de forma tan rudimentaria que descorazona. (Aunque Barovero al menos me deja algunas fechas útiles.) Leer sobre Rojas me pone en un lugar desagradable. No hay donde esconderse. Todo es de cartón pintado, seco, sin vida. Y entiendo que Rojas favorecía estas prosas institucionales, avaras, burocráticas, llenas de malformaciones, sin amor, ni humor. Quizás este proyecto me cueste más de lo que había pensado. Un costo de ojos, de mente, de cuerpo, no solo de tiempo.

Jueves. Saqué Tokio ya no nos quiere de la biblioteca. El paraguas que había perdido, apareció colgado en un perchero de la cocina.

Viernes. Vuelvo a Archipiélago y releo algunas partes para ordenar la lectura. ¿Cómo dar cuenta del libro? Hay que glosar los capítulos, encontrar las afinidades, desmadejar el impresionismo, taxonomizar la escritura, encontrar las series, las ideas afines, los tópicos. Hago una lista: Darwin (en contra), indios, divulgación, planificación. Aparte pongo Malvinas y dejo el capítulo final, el de la visita a la ciudad blanca para un análisis más detallado de los procedimientos narrativos que se usan ahí. En un momento hice un alto y vi dos chocolates que había dejado al costado de la computadora para la merienda. Hacía frío y me venían bien. Los había comprado la noche anterior. Dos Biznikke nevados, una de las golosinas de mi infancia. En el envoltorio tenían un esquiador que yo siempre asociaba con la Patagonia, con el invierno, con la escuela primaria y el guardapolvo blanco y las camperas que me compraba mi madre. Me di cuenta de que había alguna relación en todo eso. O más bien, una continuidad, opacada por verdades, como en la cita de Lichtenberg, verdades y detalles que la vida me sumó en la mente como mugre que se acumula en la junta de los azulejos de la cocina.