Sábado. Durante la tarde, la temperatura llega a los veinticuatro grados. A la noche, salgo desabrigado y me resfrío de una forma atroz. Moco, dolor de cabeza, la imposibilidad de respirar por la nariz, dolores musculares. Así, no puedo leer ni mucho menos escribir.

Domingo. Duermo muy mal. Tomo algunos fármacos, ibuprofeno, loratadina, un paracetamol compuesto que se llama Tabcin. Del teléfono, en la cama, leo un artículo de Gianera sobre la Memoria romana de Fogwill. Me agendo la compra del libro. Pero no sé si voy a poder salir, tan mal me siento. (Aunque hoy siento que podría leer.)

Lunes. Vuelvo a escuchar los preludios y las fugas de Shostakovitch. Leo, al pasar, de un pdf de Internet, Cómo leer y por qué de Harold Bloom. Hay algo demasiado afirmativo, demasiado positivo que le otorga Bloom a la lectura. Todo el tiempo parece decir que leer es edificante, más allá de todo matiz. Edificante y suficiente. Desde ya, leer para Bloom es leer a los genios del canon desde ya. Contagia ese entusiasmo, pero no estoy tan de acuerdo. Hay algo oscuro en en el acto de la lectura, algo diletante, algo hasta siniestro, oneroso, gratuito, banal, arrogante, un rasgo que fue referido por el Quijote, por Madame Bovary y por el mismo Shakespeare. El resfrío de a poco comienza a ceder, aunque me queda un malestar, un cansancio, un mareo que hace que detenga la reproducción, y la música siga sonando en mi cabeza.

Martes. Saqué turno por Internet para ir a ver al oftalmólogo. Elegí una doctora que me quedaba cerca. Dra. Sin Moon Young. Calculé la hora, me subí al auto y manejé hasta el barrio de los comercios de la calle Avellaneda. Di vueltas. Tenía puesta la calefacción. No había lugar para estacionar. Vi pasar dos judíos ortodoxos. Al final paré en un estacionamiento. Entonces me di cuenta de que estaban en la parte del barrio que es coreana. Toqué timbre en un edificio de la década del 80. Los timbres tenían detalles en coreano. Pasé. Una recepcionista coreana tomó mis datos. La doctora Sin Moon Young me hizo esperar unos quince minutos. En la sala de espera había ilustraciones de ojo occidentales y orientales, ojos redondos y ojos rasgados. La doctora me recibió con formalidad, era de estatura baja y hablaba en perfecto dialecto porteño. “Tiene los ojos un poco irritados” me dijo. “Estoy muy resfriado” le respondí. Probamos algunos lentes, me hizo leer números y letras. Verificó la presión de mis ojos. Era la correcta. Y en menos de diez minutos tenía mi receta. Dejé el edificio y volví al auto. El oculista trabaja mirando los ojos de los otros, mirando como miran los otros, como leen. Hay algo ahí.

Miércoles. No leo nada. No hago nada. Escribo, a veces, en la cama. Descanso. Pero este descanso, ¿no es una de las formas de la infelicidad?

Jueves. Pasé por la casa de Robles. Casi ni me bajé del auto. Fueron apenas cinco minutos. Hablamos del libro sobre Dick y Lacan. Le dije que el psicoanálisis era la verdadera ciencia total a la que había aspirado el marxismo. “No nos quedó nada más” respondió él. Vuelvo a casa. Escucho el Winterreise, por Baremboin y Quasthoff.

Viernes. Leo sobre Viktor Ullman y sobre Peter Kien. Planifico un artículo sobre ellos, un artículo sobre cada uno de ellos, una biografía mezclada con apreciaciones críticas, un breve libro, una investigación, una adaptación, y luego vuelvo a YouTube a escuchar, una vez más, Der Kaiser von Atlantis, oder Die Tod-Verweigerung. Tiene momentos admirables.