Lunes. Soñé que levitaba y con un poco de esfuerzo y equilibrio podía volar a unos treinta centímetro del agua. Como estaba cerca del mar, de un mar con costa rocosa, practicaba y lo lograba con cierta destreza. El paisaje por el cual volaba era radiante, mar verde, cielo azul, risco y acantilados. En una de esas playas estaba Carlos Godoy que me felicitaba por mi habilidad con su parsimonia habitual. Luego aparecía en una zona fabril que se había inundado y donde el agua era negra. No sentía miedo pero el paisaje me desagradaba. En un puerto techado, como un hangar, unos nadadores me decían que volar era imposible. Yo estaba cansado y no lo lograba, no podía demostrarles que estaban equivocados. El agua se veía iluminada en algunos lugares con lámparas de luz blanca.

Martes. Paso al tercer disco del Tannhäuser después de escuchar obsesivamente los dos primeros. Por curiosidad escucho la obertura de Siegfried pero la grabación no me convence. Quizás sea mi equipo. Tampoco la música, entrecortada, me dice mucho. (Aunque la ópera en sí me gusta, sobre todo la trama.) Escucho Tristan und Isolde. La obertura me gusta sin entusiasmo. No termino de comprender si los silencios que propone me seducen o no. (La obra es evidentemente moderna y autoconciente de su modernidad.) Lo que me queda claro es que nada de la épica cinematográfica del siglo XX se comprende sin Wagner. De la misma manera que ninguna sit com se entiende sin Verdi. Quizás la obertura de Tristan und Isolde haya perdido algo de su brillo y espontaneidad, licuada en las miles versiones que la música incidental del siglo XX hizo de ella.

Miércoles. Repaso La lección del maestro de Henry James en una fotocopia comprada hace más de veinte años cuando estudiaba. No recuerdo mucho, algunos pasajes no los recuerdo nada, y muchos están subrayados por mí. Me atrevo a decir, incluso, que bien subrayados, o al menos, digo, me reconozco en esas marcas. Esa es mi forma de hacer asteriscos, es mi letra, mis líneas y comentarios. Y sin embargo, no recuerdo la lectura en sí. Qué terrible. Aunque tal vez haya alguna ventaja en olvidar y releer.

Jueves. Guerber me escribe recordándome un fragmento de El Danubio de Magris. Y me dice que sí, que las charlas de viajes ajenos en bares y restaurantes generan un rechazo. Me cuenta que está en Rennes, que cada vez extraña más su casa. Al parecer, según me dice, en un mes que lleva en Rennes, apenas salió de su habitación la mitad de los días. Me señala después que ese libro de Magris le gusta mucho porque termina en Chillia Vecche, Rumania, desembocadura del Danubio, tierra de sus bisabuelos paternos. El fragmento que me manda es este: “El viaje es la fidelidad del sedentario, que afirma en todas partes sus hábitos y sus raíces e intenta engañar, con la movilidad en el espacio, la erosión del tiempo, para repetir siempre las cosas y los gestos familiares: sentarse a la mesa, charlar, amar, dormir. Entre las frases latinas que adornan, con la autoridad de la lengua muerta, las salas del castillo de Sigmaringen, hay una que celebra el amor al lugar natal, el espíritu residente, arraigado en su propia morada y carente de la manía de abandonarla: Domi manere convenit felicibus, conviene a los felices quedarse en casa.”

Viernes. Completo la relectura de La lección del maestro de Henry James con La lección del maestro de Jorge Asís. Tengo la edición que hizo Sudamericana en 1987, para su colección Narrativas Argentinas. La compré en la década del 90, no recuerdo bien cuando, quizás haya sido ya en el 2000. La tapa tiene todavía la etiqueta del precio que dice que me salió dos pesos.