Lunes. Empiezo la semana leyendo algo que escribí el año pasado. Creo que logré algunos artículos decentes. Escucho O du mein holder Abendstern del Tannhäuser cantada por Hermann Prey. Wagner era abusivo, desmesurado y a veces cursi. Hoy nos resulta una escucha casi pop, o camp, pero, y este es un gran pero, cuando entrega melancolía, te deshace, es como si besara tu corazón y lo convirtiera en polvo.

Martes. Dentro de diez años si no está en Internet no solo nadie lo va a leer, sino que no va a existir siquiera. Quizás tome más tiempo. Pero a la larga va a ser así. Las discusiones hoy ya se dan en esa tabula rasa que llamamos Internet.

Miércoles. Leo y no consigno mis lecturas en este diario. ¿Por qué? No sé. A veces poner el título y el nombre de un autor no alcanza. Hay que poner algo más que no aparece. A veces, también, un título y un nombre resultan demasiado.

Jueves. Ayer soñé que entraba en una librería de viejos y usados y encontraba en un estante un libro encuadernado, con lomo, nervaduras, tapa dura. Un libro pequeño, con las hojas amarillas y comidas por el tiempo. Recuerdo la tipografía con una nitidez que ya no tengo ni cuando miro en la vida diurna. Era un libro de Papini que yo no conocía. Se titulaba algo así como Carne y hueso, pero con cierta pretensión metafórica, aunque, al mismo tiempo, más bajo, como si fuera Pan y salchichón, algo así. Y yo pensaba: “Bueno, al menos es Papini, es italiano, quizás diga algo.” Pero no tenía ganas de leerlo. El sueño no siguió así que no sé si finalmente lo compraba.

Viernes. Entro en La Nación solamente para leer a Daniel Gigena. Por momentos me da la sensación de que es él solo el que escribe en el diario. Escucho el registro de audio de una entrevista que le hice a Néstor Barron, un hombre mito de Buenos Aires. Repaso el Cuaderno de notas de anton Chejov publicado por La Compañía.