Lunes. Tomo el subte en Primera Junta para ir hasta Balvanera donde, por Mercado Libre, compré Sloterdijk y lo político de Margarita Martínez. Cuando bajo en la estación, el cielo está apenas nublado. Ya en Miserere el gris tapa todo, con ese color de mármol sucio que realza la entera dimensión depresiva de la ciudad. Me hago con el libro en la puerta de un edificio. El vendedor me despide y empieza a llover. La lluvia es ligera pero al mismo tiempo concentrada y copiosa. Bajo al subte y hojeo el libro. Cuando salgo a cielo abierto en Acoyte, la lluvia sigue pero hay sol. En un minuto, un minuto y medio, que espero abajo de una marquesina, la nube pasa. Camino hasta la feria de libros del parque. El sol es fuerte como si nunca hubiese llovido. Los puestos de la feria ya no están donde estuvieron los últimos veinticinco años.
Finalmente el gobierno de la ciudad va a abrir la muy resistida calle que correrá paralela al Normal 4 y unirá Beauchef con Rivadavia. Los puestos que estaban perpendiculares a la avenida, ahora está sobre la vereda del parque. No me parece mala idea. La cara del parque cambió. Ahora es de libros viejos. En uno de estos viejos puestos ahora reubicados, encuentro a un hombre gordo que busca mi nombre en una lista y dice: “Buenos Aires ahora tiene clima tropical por eso estas lluvias que vienen y se van.” Mientras habla, me alcanza Cuaderno del delirio, unos diarios que Tulio Carella escribió durante un viaje a Europa. La edición, de 1968, es de Centro Editor. En la contratapa dice que el libro obtuvo la faja de honor de la SADE. Vuelvo caminando por Rivadavia y llego justo cuando empieza a llover otra vez.
Martes. En el trabajo, hojeo Le témoignage oral aux archives. De la collecte à la communication, editado por la Direction des Archives Nationales. Es esquemático, pero me sirve para pensar la validez de mis esfuerzos. Leo el libro de Margarita Martínez. Me gusta el perfil que le da a Sloterdijk y también su forma de pensar los político. Sloterdijk sería un ensayista sensual, un poco castigador del otro -cuanto más ingenuo, más lo castiga-, que trata de pensar los problemas de base de su sociedad, y lo político respondería a esa pregunta que se hace Barthes en sus clases, Cómo vivir juntos. Lo político, entonces, no tanto a nivel partidario, lo cual hace que las cosas pasen por una luz más clara. Todavía no avanzo en la lectura pero comprendo que, de alguna manera, Sloterdijk cree que entendiendo qué somos, y sobre todo qué vamos a ser, podremos relacionarnos mejor. El desafío de articular esos problemas es un desafío importante. (Mi deseo es que el libro termine anudando esa filosofía y el peronismo.)
Martes. Leo el libro de Robles sobre Stalin. Lo va publicando de a poco en la web. Me parece muy bueno. Me da la sensación de que no lo termina porque el libro, que es Stalin, lo está escribiendo a él, no él al libro, y de alguna forma mediúnica lo tortura.
Miércoles. No creo que nada de lo que escribo me sobreviva mucho tiempo. La idea no me termina de inquietar. Estaba leyendo y, de golpe, paro y pienso ¿por qué escribo? ¿Por qué leo? Me da placer, y fui haciendo de eso una especie de ocupación rentada a medias. No hay mucho más. Hace unos meses hice un asado en casa y Richards me regala Die Walküre. Son cuatro discos compactos de una música que me sorprende. (La obertura tiene un riff que parece de Deep Purple.)
Jueves. Titular de Infobae: “Con la presentadora del clima del canal Fox, ya van once personas que se sometieron a la misma cirugía de ojos y se suicidaron.” La nota habla de severas molestias postoperatorias, desde ya. Leo “Novela argentina: nada más que una idea”, el famoso ensayo de César Aira publicado en Vigencia, en agosto de 1981. Hay una línea que sobresale: “El novelista es el ingeniero de nuestra literatura.” La suscribo, pero ¿qué ingeniero? ¿Civil, en sistemas? ¿Ingeniero de minas? En ese artículo, Aira prefiere a Fontanarrosa por sobre Asís y Piglia.
Viernes. No llevo aquí un diario de infidencias. Sería lo mejor. A veces las anoto en otra parte, pero temo que se pierda esa escritura que no tiene este ritmo diario. La situación es de pérdida —para mí y para el lector— porque el chisme es lo más literario que hay. El chisme, la indiscreción. La web baja un poco el valor de los secretos, ¿o lo sube? “Un malón compuesto por un solo calabrés” dice Godoy.