Viernes. Axel Díaz Maimone resulta un conocedor extenso de la ciudad y nos comenta, mientras caminamos, la historia de los edificios, monumentos, parques y casas. Tomás Downey que se hospeda conmigo a veces parece en otro canal, pero siempre es amable y señala la gran cantidad de casas abandonadas. (A veces lo veo como el protagonista de una película de Sundance.) Necochea le parece decadente, algo olvidada por sus propios habitantes, y yo, que coincido, agrego que es gótica en esa decadencia esperanzada. (No me animo a decir que eso me seduce, esa opacidad, esas penumbras polvorientas.) Pienso: “Es una hermana menor de Mar del Plata, que también quiere reventarse en verano y dormir en invierno, como la hermana mayor.” Ah, pero las playas y el mar son mucho, mucho mejores que las playas y el mar de Mar del Plata.

Viernes más tarde. Las cabañas donde nos hospedan quedan sobre el Quequén. Se ven veleros, kayaks, hay dos piletas casi sobre el agua del río, que es de un verde profundo y sensual. Me tienta cruzarlo a nado. Lo pienso. Pero hacerlo solo no es tan atractivo. Más tarde nadamos una hora en el mar con Tomás, sin hablar, saltando olas. Axel nos mira desde la orilla. El agua es fría y transparente al punto que me puedo ver los pies. Nado muy sorprendido por eso.

Sábado a la mañana. Ayer Tomás habló del cuento fantástico dando ejemplos de obras de Falco, Schweblin y el inefable Ricardito Romero. Me llamó la atención ese recorte contemporáneo, gente a la que traté, y a los que leí y hasta reseñé pero a los que no pondría de ejemplo de nada. (O más bien a los que tiendo a verles lo errores más que los aciertos. En el caso de Romero, desde ya, no tengo que hacer tanta fuerza.) Durante la cena, Axel me cuenta la historia de éxitos y fracasos del pintor, poeta, historiador y activista político Nicasio Díaz Llanos, un fuerte separatista del Quequén que denuncia los abusos del imperialismo necochense y cuya obra más conocida resulta ser El martirio del Quequén. Axel me promete un ejemplar pero luego me lo escatima. (Cada tanto a Axel le digo Alex. Supongo que es un equívoco perdonable, aunque no por eso menos grosero. Cristina, su mano derecha en temas de gestión, me dice cada tanto: “Pensá en los Guns and Roses.”)

Más tarde. Con Tomás, visitamos la librería y vinería El Barquero donde compro un Fausto de Valery para Axel en una vieja edición de Losada. Antes de eso, sobre la avenida Almirante Brown, y mientras fotografiamos el exuberante monumento a los héroes a Malvinas, Axel nos señala una casa alta y muy deteriorada por el tiempo. Parece una construcción rural inglesa, alta y de piedra lisa y gris. Luego nos narra con detalle la historia del dueño que descubrió que su mujer le era decididamente infiel y quemó la casa con su hijo retardado adentro. Los gritos del opa pidiendo auxilio, al parecer, fueron desoídos por los vecinos. Más reciente es una construcción con forma de castillo de cartón, con alamedas de decoración, que hoy se ve gris y abandonada. Según Axel el dueño había proyectado el mejor y más completo cabaret de la zona, pero el día de la inauguración, murió de un infarto. Su mujer dudó. Y acto seguido un grupo de inescrupulosos tomó el lugar para siempre. “un castillo de mentira, que iba a ser un cabaret, tomado por desterrados” pienso. Podría ser el argumento final de una obra de teatro isabelino. Luego también hablamos de los fantasmas de la zona. Hay uno, famoso, paradigmático. La historia dice que a una mujer ya entrada en años, el novio la dejó esperando en el altar y entonces ella se mató en los altos de una casa con un gran jardín. Luego la casa pasó a ser un restaurante y el jardín fue cortado, salvo por una palmera que quedó en el medio del local. El fantasma entonces se aparecía en sus techos, y era conocido como la loca de la Palmera.

Más tarde. Visitamos el Parque Miguel no sé cuántos. En el pequeño museo de ciencias naturales de la ciudad vemos la enorme tortuga laud apodada Joselito que nadaba por el Quequén y fue confundida por algunos viandantes y lugareños con un monstruo marino. Al lado, en el museo histórico de la ciudad, fotografío un viejo traje de buzo junto a la bandera de la Armada Argentina. Sobre el final del recorrido, Axel le enumera a la mujer que atiende en el escritorio de la puerta, todos los objetos que faltan en la muestra haciendo especial hincapié en una serie de instrumento musicales, entre ellos un trombón a vara que habría tocado su abuelo o bisabuelo. Después dice que Bioy escribió El perjurio de la nieve para reírse de Wilcock. Por momentos, parece saberlo todo sobre el grupo Sur.

Domingo. Tomás se fue anoche. Llegó a escuchar mi comunicación sobre la biblioteca del Atlántico sur. En las cabañas, el desayuno se sirve en un salón grande con techo de madera y vista al rio. La orientación es inmejorable. Las mesas, por desgracia, tiene un mantel verde de goma. Son grandes, redondas y los huéspedes las comparten. Mientras tomo el café, una mujer me cuenta que en su pueblo tiene una colchonería y que un día había sacado con mucho esfuerzo todos los colchones a la calle y una tormenta que apareció de la nada los estropeó. Atrás de ella, dos hombres de barba, hablan de un bar de nombre Etiopía y comenta los favores de los alcoholes tomados y los que van a tomar.

Más tarde. Camino y almuerzo solo cerca del puerto. Me siento en la cantina Stella Maris, pero es ruidosa, está llena de gente y de niños, y los mozos no me atiende. Me voy y llego otra cantina, Mario, más apacible, donde un hombre pequeño y algo contrahecho me escucha cuando le pido pescado y una cazuela de mariscos. Hay un grupo de hombres y mujeres riendo, que se van al rato, y alguien más y al final me quedo comiendo solo. De sobremesa leo Mister Arkadin, la novela de Orson Welles, que empieza en un puerto.

Domingo a la noche. Después de insistirle un poco, logro que Axel me acompañe al Atlantis Aqua Circus que está enfrente de la terminal de micros. Nos divertimos. Mientras él, entretenido, sacaba fotos, yo pensaba si todavía, a esta edad mía y esta altura del siglo XXI, era posible huir con el circo.