Me gustaría que pensemos en las bibliotecas que conocemos, pero no las bibliotecas públicas, sino la bibliotecas privadas, nuestras bibliotecas domésticas, las bibliotecas de nuestros amigos, las bibliotecas de nuestros abuelos, las que hay en nuestras casas, las que se ven en las casas de fin de semana.
En mi casa había libros de arquitectura, de psicoanálisis, libretos de óperas, libros de divulgación científica, publicaciones deudoras de la década del 80, la década en la que empecé a leer y que en la década del 90, la década en la que empecé a seleccionar lo que leía, parecían ya muy viejas, aunque no por eso menos magnéticas.
Como fuere era la biblioteca de una familia de clase media, profesional, porteña, y tenía un cierto grado de especialización. En general, y con el peligro de caer en lo genérico, en lo tipificado, que nunca responde del todo a la realidad, yo diría que lo que se ve en las bibliotecas domésticas hoy en la Argentina es una mezcla de libros muy viejos, libros viejos, y libros muy nuevos. Por ejemplo, se ven novelas de la colección Grandes Novelistas de Emecé, alguna novela del último premio Nobel, libros de las colecciones de clásicos que sacaba La Nación o Clarín, libros sobre coyuntura política, libros de texto como el manual de economía Mochón y Becker, algún ejemplar de algún manual de ciencia aplicada, o bricolage, como Mecánica popular o Sea su propio jardinero, algún libro de Verbitsky, algún libro del Tata Yofre, alguna novelita de Corín Tellado, que alguien alguna vez trajo de la playa. Y autores como Borges, Cortázar, Arlt, Marechal, Martínez Estrada, todos fantasmales, a medias escolarizados, a medias leídos o re leídos fuera del tiempo de la escuela… Libros que nos regalaron, entonces, alguna historia general argentina, algún atlas, libros que compramos en una librería de usados y que nunca leímos y no sabemos por qué compramos.
De todos esos libros siempre sobresale una edición heredada del Martín Fierro, que fue pasando por manos escolares, y siempre hay una Biblia, que puede ser completa, o ser apenas una edición de los Evangelios. En tensión con ambos también es posible encontrar una edición del Facundo o de La cautiva de Esteban Echeverría. Una biblioteca escolar, o por la que pasó un escolar, seguramente tiene una edición de La Cautiva con El matadero, o un Fausto criollo.
¿Son todos libros de tierra adentro? No necesariamente. Podemos encontrar testimonios o historiografía sobre la Guerra de las Malvinas, algún libro sobre la Antártida, sobre la fauna patagónica, y no sería sorprendente. No desentonaría.
Pero da la sensación de que nuestro mar no aparece en esas bibliotecas. Soy más preciso: parecería que si uno quiere tener una biblioteca del Atlántico Sur en la Argentina tiene que construirla. Tiene que buscar los libros, descubrirlos, catalogarlos, taxonomizarlos, de alguna manera hasta perseguirlos.
Llegado este punto quiero recordar dos colecciones. Ediciones Continente sacó una que se llama Exploradores y viajeros donde retoma la larga tradición de viajeros argentinos y extranjeros sobre todo a la Patagonia. La otra colección la saca Eudeba, y se llama Colección Reservada del Museo del fin del mundo. Los de Continente son unos libros color crema, los de Eudeba son verdes. Son dos esfuerzos muy válidos para que esa Biblioteca del Atlántico Sur se forme. Me gustaría señalar algunos de sus títulos.
De Eudeba, Dos años entre los hielos (1901-1903) del Alférez Jorge Sobral, el diario de un expedicionario, la historia de un naufragio, y el testimonio del primer argentino en ivernar en la Antártida.
De Continente. Reseñas de la Patagonia de Florentino Ameghino, donde se pone en valor la obra y el trabajo del hermano viajero Carlos Ameghino, que recorrió las Patagonia buscando fósiles.
Y fuera de estas colecciones, Archipiélago, el libro de artículos y ensayos impresionistas donde Ricardo Rojas deja constancia de su confinamiento político en Tierra del Fuego.
Llegado este punto uno podría preguntarse: ¿por qué deberíamos construir una biblioteca del Atlántico Sur? Es una pregunta inicial. Quizás debería haber empezado por ahí pero al mismo tiempo hay en esa pregunta un riesgo tautológico. La respuesta más firme sería porque la Argentina está en el Atlántico Sur, y es más, es uno de los pocos países del Atlántico sur. La mayoría de los países están en el hemisferio norte, o sobre el Ecuador. Podríamos agregar que el Atlántico Sur es una región salvaje, llena de recursos materiales, como el petróleo, que es el futuro, y la pesca que es la actualidad.
Además nuestra soberanía marítima es enorme. Nuestras grandes hipótesis de conflicto bélico están ahí, siguen estando en Malvinas y de ahí pasa a la Antártida. Y todo esto genera muchísimos desafíos, entre ellos de lectura, administración y cuidado de los libros y las historias de esa biblioteca.
No es posible mirar hacia el oeste y mirar hacia el este al mismo tiempo. Cuando vamos a cruzar la calle miramos a ambos lados en una alternancia evidente. Insisto, no podemos mirar al mismo tiempo para los dos lados. Si la calle fuese un paralelo que cruzara la argentina a la altura de la provincia de Buenos Aires deberíamos mirar hacia el Oeste y hacia el Este. Veríamos cosas diferentes, pero no por eso menos atractivas. Si no lo hacemos, si no miramos a este y oeste, simplemente estamos empobreciendo nuestra mirada, mirando una sola parte de lo que nos rodea. Y por eso, quizás nuestra primera lectura debería ser el Mapa Bicontinental Argentino. ¿Un mapa? ¿Me permitiré como lector reducirme a cartógrafo expectante, a geógrafo pasivo? Y sin embargo, el Mapa Bicontinental Argentino es uno de esos mapas que muestran y esconden y llevan en sí mismos el enorme desafío de una inmensa biblioteca. En esa lectura se juega parte de nuestro destino, de nuestro pasado, y sobre todo de nuestro elemental y subjetivo futuro.