Lunes. Dolor de cabeza, de la nunca hacia adelante. Lecturas pospuestas que ya no se pueden retomar. Las ganas se fueron, el entusiasmo se enfrió. Hay una marea de la lectura que es necesario entender. Sube, baja. La nuca punzando tampoco ayuda. Me hace cerrar con fuerza la mandíbula. No hay nada relajado, ni en los ojos, ni en la frente. Así no es posible leer. Y sin embargo, lo intento. Agarro La navegación mercante en el Río de la Plata, un libro de Ana Zaefferer de Goyeneche, típico libro de un historiador que va del dato duro al amateurismo, donde estilos y gestualidades hacen parecer la escritura más vieja de lo que es. Lo publicó Emecé en 1987 pero la prosa se remonta a la década del 50, por lo menos. No obstante, y habiendo tan poca literatura historiográfica sobre el tema, la lectura es amena y valiosa. La navegación mercante, como tantas otras cosas, empezó con el contrabando en esta zona del mundo. Pero ¿qué significa ese origen? O mejor, ¿hasta qué punto ese puede ser un origen? Sin duda, hay una genética nacional de la que, si bien es necesario no abusar, ni mucho menos proyectarla como un destino manifiesto, es, al mismo tiempo, muy difícil renegar.

Martes. Escribimos también con los ojos.

Martes, más tarde. Me entero que murió Leopoldo Brizuela. Infobae le dedica unas líneas: “Autor de pluma fina y perfil bajo, Brizuela era uno de los grandes referentes de la literatura argentina contemporánea.” Hace unos días, quizás unas semanas también murió Juan Carlos Martini, otro novelista. Los leí a ambos con una curiosidad morigerada, sin entusiasmo. Eran correctos, amenos, algo ingeniosos, progresistas, hasta cierto punto liberales, muy blandos en lo político. Leo la necrológica de apuro que salió en Infobae sobre Brizuela y mientras leo compongo la mía, mi necrológica, la nota de mi muerte, vuelco en esa plantilla mis datos. Intento buscar diferencias pero no hay tantas. En ese nivel de recuerdo y música accidental del periodismo somos todos muy parecidos. (Aunque Brizuela fue pródigo en premios y joyerías varias.) “El periodista, traductor y escritor argentino Juan Terranova falleció esta mañana en Buenos Aires.” No es una mala frase. Tiene su verdad.

Miércoles. La épica conmueve. El intelectual argentino entiende que esa conmoción es ridícula, porque le enseñaron que la pasión es mala, que en las lágrimas y el sacrificio no hay verdad. En ese gesto, que lo limita, es ignorante y antipopular.

Miércoles, más tarde. En Netflix veo Prospect, una película de ciencia ficción vintage. O sea, pasa en un futuro lejano pero con una estética de los años 60. Todo es analógico, ocre, manual, un poco chaterreril, algo viscoso. Hay píldoras, interruptores manuales, papeles y nada de cultura digital ni pantallas. Ya lo vi en otras películas y series, el futuro pero pasado por el filtro de una década reciente. No es una operación tonta, y en algunos casos, como este, tiene su virtuosismo. Pero resulta insatisfactorio. Su exploración de lo que pasó y lo que puede llegar a pasar es limitada. El relato renuncia al desafío dialéctico y se entrega al detalle clasicista de la reproducción, la variación y el ingenio. La forma del cine jamás fue tan acabada, tan perfecta, tan precisa en su producción como hoy, pero a cambio hay algo de los guiones que cae y se vuelve predecible, aburrido. Vivimos en ese sentido una época donde las plataformas ordenan el espectro del arte. Creo que ya lo escribí, en un futuro llegará un Quijote o luego, o antes, un romanticismo.

Jueves. Mis ojos me fallan. Necesito mejores lentes, con mejor aumento.

Viernes. Napolitano sigue mudando la biblioteca en la que trabaja. Me habla del polvo y del caos. Lo suyo es Kafka o Buzzati. Cada tanto me habla del fuego, sanador, limpio. Lo entiendo. ¿Quién no piensa en el fuego en algún momento?