Lunes. Feriado por Güemes. Hace más de una semana que llueve. Y llueve. Y llueve. La ciudad se vuelve invisible, un asco de humedad, pringosa, anegada. Sobre el techo del lavadero, que es de chapa, caen y caen gotas de permanente insistencia percusiva. ¿Qué leo? Algunas cosas. Fragmentariamente, Leopardi, el diario de Mircea Eliade, algo de Leautaud. Vuelvo a escuchar Schubert y escribo sobre el Winterreise. No recuerdo ahora que en ese invierno romántico haya habido lluvia. Qué liberadora esa música de la idiotez y la fealdad del mundo. Ayer cuatro países, Chile, Argentina, Uruguay y Brasil, se quedaron sin electricidad. Era el día del padre. Durante unas tres horas todos festejaron íntimamente el fin del mundo. Luego volvió el suministro eléctrico y la decepción.

Martes. Se me corta el cable, no tengo tv, ni Netflix, ni nada eso. No voy a trabajar. Mientras espero al técnico, escucho Radio Clásica. Toda una larga tarde que empieza al mediodía y termina a las seis me la paso leyendo y escuchando la programación de Radio Clásica. Una tarde ganada, descansada, gris pero que me hizo muy feliz. Qué bálsamo es la soledad. Desde muy chico siempre quise estar solo. Ah, estar solo, vivir solo, no tener interrupciones. Escribí varias veces sobre eso. Qué fantasía. Y en cambio, no, siempre viví rodeado de familias, de amigos impertinentes, de mujeres, de niños, de docentes, de alumnos, de colegas, en redacciones, casas, oficinas, aulas, habitaciones, bibliotecas, lugares donde siempre había alguien más. Qué fastidio. Qué guerra a mi existencia. Qué frustración la tribu con sus rituales que no nos deja en paz. Me gustaría nacer de nuevo para hacer vida militar, irme a la Antártida. Cumpliría mi guardia y luego, encerrado en un cuarto, en una cárcel de hielo, leería, solo, como Richard Byrd en Alone. Para leer, hay que saber estar solo.

Más tarde. Llega el operario de cable. Voy a pedirle al portero permiso para subir a la terraza. Previsiblemente no está en la portería. No es su horario de trabajo. Un individuo me abre apenas la puerta. La entorna con habilidad. No quiere hablar, no hay nadie, venga después. Se da la clásica escena de tire y afloje. El individuo abre y cierra y entrecierra la puerta. Cuando cierra adentro se escuchan voces. Finalmente me alarga un teléfono para que hable con el encargado que me dice que la puerta está abierta. Subo con el técnico que enchufa un cable y dice: “Ya está.” Alguien había desenchufado mi conexión.

Miércoles. Soñé que escribía guiones de historieta. Una página cómica para una revista. Recuerdo el final de la historieta. El dibujante lo había mejorado. En el remate una mosca se llevaba volando un brazo cercenado y decía: “En el crimen siempre hay misterio.” La idea de la mosca era del dibujante. En el sueño, yo pensaba “bueno, debería esforzarme más, es evidente que se puede hacer mejor.”

Jueves. Paso por la librería Aguilar y le saco una foto al estante que dice Crítica Literaria. Después pongo esa foto en Twitter con la frase “Una señora que siempre mira por la ventana.” No compro nada. Más tarde, releo El Aleph. Voy a escribir un artículo, pero creo que podría escribir un libro sobre ese cuento. ¿Por qué no lo hago? Por pereza, quizás.

Viernes. La llegada de Internet y las redes sociales generó una democratización de las voces, pero también una desjerarquización en las jerarquías del Estado de Derecho. Qué peligro.