Lunes. Fuimos con Robles, Paula y nuestros hijos a Tecnópolis. No encontramos el predio en ruinas que nos predecían los agoreros de siempre pero sí había perdido su brillo y su épica inicial. (Eso en un punto me sedujo.) Nos sacamos fotos sonriendo en familia. Visitamos un pabellón dedicado al fondo del mar argentino, juegos para niños, un avión de Aerolíneas Argentinas, un predio con dinosaurios robots, y vimos una obra de teatro sobre la vida de Beethoven hecha con títeres. Me gustó mucho una muestra etnográfica en donde resaltaban unas máscaras selk´nam. En un momento pensé que quizás todo Tecnópolis no era más que el racconto de nuestras biografías transformadas en un imperfecto y atractivo parque temático.
Martes. Mi hijo me dice que no quiere ir al jardín. Dudo. Quiero que vaya, quiero aprovechar ese tiempo solo. Necesito estar solo. Él insiste en que no quiere ir. Le digo que tiene que ir. Me pongo firme. No voy a ceder, pero él me dice algo que me desarma. Me dice: “me aburro en el jardín.” Ah, el aburrimiento escolar. El principio de mi vocación como lector, que es el principio de muchas cosas en mi vida, es una reacción contra el aburrimiento escolar. “Me hacen esperar, me dan juguetes rotos, hacemos siempre lo mismo, me aburro” vuelve a decir mi hijo. Me aburro. Pienso que ese aburrimiento escolar de la primera instrucción, sí, tan definitorio para que me convirtiera en lector y luego en aprendiz de escritor y luego en estudiante, y también en lo que finalmente soy hoy. Ese día, entonces, mi hijo no va al jardín. En su lugar salimos juntos a pasear y compramos un murciélago de juguete. Está hecho de goma y brilla en la oscuridad. A la vuelta del paseo, leemos juntos el follleto adjunto que explica qué calse de murciélago es, dónde vive y qué come.
Miércoles. Revisando la biblioteca encontré algunos libros de mi padre y me detuve en uno que compilan entrevistas a cincuenta arquitectos. Mi padre está entre ellos. Leo sus respuestas que me emocionan. A él le encantaban las máscaras selk´nam.
Jueves. La ficción me lleva a realismo. El realismo me lleva a la argumentación. La argumentación, al ensayo. La argumentación ¿no es una cosa en sí? La argumentación no parece una representación, sino un objeto en sí mismo. Es más, cuanto más densa es, más objeto resulta, y menos parece estar en lugar de otra cosa. ¿Tan simple pueden ser las infinitas especulaciones del lenguaje y la neurosis de un amanuense letrado de los arrabales del mundo? Hay que ver las cosas que a uno le pàsan por la cabeza… Pero no se puede hacer una mentira, decía Perón.
Viernes. Los porteños echamos a los ingleses de nuestra ciudad. No una vez, dos veces. Hay que tener eso siempre presente.