Lunes. No existe posteridad para la escritura. No existe la consagración más allá de cierto acceso al dinero, siempre insatisfactorio, y ese desagradable besamanos cultural, también amargo, incluso tóxico. ¿Un premio? ¿Un cargo político? ¿Una mención en alguna historia de la letras nacionales? No lo veo. Lo que existe es una necesidad de leer y escribir y un gran fardo de equívocos egoístas. Pero, desde luego, donde hay una necesidad hay un derecho. Y también un goce.

Martes. ¿Orden en la lengua? ¿Algo de linealidad? Todo orden es irreal. Tengo recuerdos musicales de la década del 80. Charly García en la casa de mis tíos en discos de vinilo. Una casa de techos altos, larga, pisos de madera, una ventana a la calle, grande, con celosías, y en verano, escuchando Garcia, Parte de la religión, canciones que todavía hoy escucho. Empecé Ecos alemanes en la historia argentina de Horacio González, por recomendación indirecta del doctor Zurita. Por ahora prima una sofisticada melancolía casi vocacional. La edición que conseguí por Mercado Libre es bilingüe.

Martes, más tarde. Cansancio. Escribir, ¿para qué? ¿Por qué? ¿Para quién? Demasiados proyectos. Poca lectura.

Miércoles. Puse el concierto para piano número 1 de Liszt tocado por Richter y lo tuve que sacar. Toda esa ampulosidad, esa pompa, ese virtuosismo trompetero, me desagradaron. Después pasé a las transcripciones de Wagner que hizo el mismo Liszt para piano y ahí me quedé. (Napolitano me recomendó el 2 de Liszt. Lo escucho un poco. “Es más oscuro” me dice. Es verdad.) “I rode on the back decks of a blinker and watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate.” El libreto de Tannhäuser fue escrito entre 1842 y 1843 y la música entre 1843 y 1845. Entre 1833 y 1842, Babbage intentó construir una máquina que fuese programable para hacer cualquier tipo de cálculo, no solo los referentes al cálculo de tablas logarítmicas o funciones polinómicas. A esa máquina se la conoce hoy como “la máquina analítica.” El diseño se basaba en el telar de Joseph Marie Jacquard, el cual usaba tarjetas perforadas para realizar diseños en el tejido. Bien. La historia se puede contar de muchas maneras, pero hay pruebas suficientes para afirmar que esa es la primera computadora imaginada, aunque no construida. O sea, se termina de escribir el Tannhäuser y comienza una nueva era para los seres humanos. En Buenos Aires, se preparaba la batalla de la Vuelta de Obligado. Me imagino a Rosas en una soiré romántica, escuchando a una niña tocar el piano, aburriéndose a la luz de las velas, mirándose las botas, pensando en las cosas que haría con una máquina analítica si esa máquina existiera.

Más tarde. Cito del artículo de Sebastián Napolitano Wagner por Kittler: “Kittler menos interesado en las viejas polémicas sobre la ruptura wagneriana de la sintaxis y la gramática de las formas clásicas aclara a través de un pasaje de La Obra de Arte del Futuro que para Wagner “la poesía le ofrece a los lectores el catálogo de una galería de arte, no las pinturas mismas”, decretando así el fin de la poesía romántica -de la que Schubert, Schumann y Brahms se sirvieron para construir una estética común.” Acá hay una ética, y también una inteligencia muy amplia: “la poesía le ofrece a los lectores el catálogo de una galería de arte, no las pinturas mismas.” Napolitano me manda la cita original, en realidad, en inglés traducida del alemán: “This distinction between arts and media was clear to Wagner. In The Artwork of the Future —an unambiguous title—he observed ironically that poetry offers readers the catalog of an art gallery, but not the actual paintings.”

Jueves. La soledad, qué fantasía.

Viernes. Ayer puse Blade Runner en Netflix. Se veía perfecto, como si la película hubiese sido filmada en digital. Cuando empezó, me sorprendió leer que la acción transcurre en noviembre del 2019. O sea, en nuestra exacto tiempo presente. La película no envejeció nada. Harrison Ford sigue impecable, un refinado juego de expresiones exactas para Rick Deckard.