Lunes. Vuelta de Ushuaia con muchos libros y pocas notas. Los libros solos ya valen el viaje. Las experiencias empujan la idea de escribir pero ya no con la fuerza de antes. Antes, durante la juventud, cada experiencia parecía única y había que aprovecharla. Hoy estoy un poco más cansado. Y sin embargo, sigo yendo atrás de metas que me invento, que me impongo: una reseña más que hay que escribir, un editor que hay que perseguir, una página que estoy en el deber de producir.

Martes. Con sorpresa y no poca preocupación descubro que mi ojo izquierdo no sirve para leer. Así de simple. Si cierro el ojo derecho, mientras leo una página, simplemente las palabras se borronean y no logro distinguirlas. A cierta distancia, como la que pone el teclado entre la pantalla y mi vista, ahí sí mejora una poco la situación. ¿Solo puedo leer con el ojo derecho? Qué síntoma. Como fuere y más allá de metáforas simplificadoras, necesito mejores lentes. El ojo izquierdo funciona de lejos, y el derecho, solo de cerca. Los dolores de cabeza en ese lado izquierda quizás tenga que ver entonces con la lectura o con algún tipo de tumor maligno que espera para destruir mi cerebro y cerrar de una vez mis percepciones de este mundo. Mientras tanto cada palabra que escribo me acerca un poco más a la intrascendencia.

Más tarde. Monstruos de vanidosa amargura. Qué titular. Sale del Borges de Bioy donde leo el siguiente intercambio. Borges: «Aborrezco el lujo. Prefiero un hotel pésimo, a un gran hotel. En cuanto a la sociedad, yo la llevo conmigo. Melville decía: Toda fama es patrocinio; permítaseme ser infame». Bioy: «Tiene razón, pero en la excesiva oscuridad viven monstruos de vanidosa amargura». Solo un ciego muy ciego puede decir que prefiere un pésimo hotel a un gran hotel. Eso, o nunca fue de verdad a un pésimo hotel. Un hotel malo, ni siquiera pésimo, simplemente malo, te puede demoler. A menos que estés solo y concentrado en alguna tarea intelectual o física que te absorba por completo. Por ejemplo, la escritura de un libro. Desde ya escribir en un hotel bien iluminado, de habitaciones amplias y pileta climatizada tampoco puede molestar, ni siquiera distraer. En un hotel pésimo, por decir algo, se puede cortar el agua caliente cuando te estás bañando o puede hacer frío a la noche, por que no hay calefacción o la calefacción no anda, o incluso puede haber malos olores o ruidos molestos, o, lo que realmente es muy malo, que el colchón sea demasiado blando y no te permita dormir ni descansar. Todo esto me pasó y, la verdad, prefiero un gran hotel. No por el lujo, sino porque la practicidad. Y luego, finalmente, sí me gusta el lujo, esa distancia sorpresiva con lo material, ese placer ajeno. La austeridad en general es una vanidad, como bien dice Bioy, que de paso le da la razón a Borges, aunque con una salvedad final muy inspirada.

Una nota. Volviendo a Aira, pienso que hay mucho en él que todavía no se leyó. Primero, falta entender su obra como un larga reacción a la dictadura. El Proceso de Reorganización Nacional plantea y corporiza las más agudas y crueles contradicciones modernas. Médicos que matan, Estado que acciona por el terror, policía que secuestra, medios de comunicación que desinforma, largo etcétera. Y frente a eso el poeta se queda sin pesadillas, sin recursos. ¿Entonces? Se fuga por la inteligencia, la ironía y el ridículo a fin de no quedar pegado, adherido, a una posición perpleja y unívoca de denuncia. La denuncia tiene propiedades muy claras y la imaginación, la posibilidad de imaginar, no es una de ella. Luego, hay una relación con la revolución permanente. La idea de las vanguardias de los años 20 no vienen solas. Duchamps no es solo Duchamps. El procedimiento no es nunca únicamente el procedimiento. Creo que se puede ver un Aira troskista, con ese idealismo y ese narcisismo tan característicos del troskismo. Hablo de esa intransigencia. En una entrevista, Aira confesó que en su juventud formó parte de una agrupación troskista. No es un dato a pasar por alto. Tampoco creo que esa sea una marca. Preferiría, más bien, leer ese capricho en su obra. Hay una obstinación, un ligero autismo, un machacar el mismo clavo. Aira mantiene esa gestualidad. Necesita señalar su lucidez. “Si no me siguen en mi ironía permanente es porque yo estoy esclarecido y ustedes no” parece decir todo el tiempo. ¡Qué intransigencia! Aunque quizás no sea “todo el tiempo.” Resulta notorio que hay momentos donde su extravío y su genialidad aparecen con más fuerza, con más precisión. Y otros donde no. Incluso dentro de la misma obra, de la misma novela, de la misma página incluso. Las primeras novelas muestran que el hastío no se había consumado aun y son muy buenas. Luego, en la década del 90 la frivolidad parece devorar toda pretensión de continuidad. Otra vez la irracionalidad condiciona al autor, el oropel, la deuda, el peronismo neoliberal, personajes como Menem o Cavallo, reducen a Aira a una gestualidad fundamentalista. Y después, ya en el siglo XXI, esa tensión se relaja y vuelven novelas menos autodrestuctivas. Con respecto a la pulsión de muerte de Aira, no está solo en eso. Existe una larga tradición de poetas de la afectación que lo preceden. Sin embargo, su caso no es tan común. Por un lado es constructivista, casi estajanovista. Escribe y escribe. Pero, por otro lado, casi como un reflejo de esa arremetida incontrolable, como un reflejo a esa productividad, aparece la autodestrucción, la ironía innecesaria, la frivolidad forzada, el final malogrado, arrojarse al error. Es una forma de decirle al lector: “mirá, soy tan talentoso que puedo destruir los esmerados palacios que construyó.” El talento de Aira es innegable, tanto como su histeria. También aquí acechan los monstruos de vanidosa amargura.