Lunes. Saco turno para el oftalmólogo y pienso en mis libros. Ambas acciones, la de pensar en lo que escribí y la de llamar por teléfono a una central de turnos médicos, me resultan ingenuas. Si estuviera ciego, pienso, si me quedara ciego, me sacaría esos dos problemas de encima. Aunque es evidente que no. En un plano ideal puede ser, pero en la realidad inmediata y material, quedarse ciego implicaría pensar más en la imposibilidad de leer y escribir y también traería, al menos al principio, una serie de visitas al médico, paranoias y operaciones de una altísima burocracia médica.
La mujer que me da el turno resulta intimidada por mi voz. Como si ella sintiera que en ese tono grave, de primera mañana de lunes, se escondiera, listo para saltar, el insulto. Cuando corto, pienso que me tienta escribir y reescribir siempre el mismo libro. Por eso, hago novelas que se pueden leer de a pares. La novela y su segunda versión. La novela y la otra novela. El impulso que siento es el de contar siempre la misma historia con pequeñas variaciones. Pero luego me contengo y me fuerzo a salir de esa lógica. No sé por qué. Creo que es lo que me enseñaron. No repetir. No transitar lo mismo. Ser original. Aunque, en realidad, a escribir novelas de esa manera lo aprendí solo. No sé por qué. No es algo que tenga mucho sentido. Y sin embargo, recuerdo con claridad mis primeros entusiasmos. Me decía a mí mismo, muy temprano en mi vida, que iba a ser un narrador intrascendente. Y recuerdo que eso no me importaba mucho. Quería escribir. Hasta ahí llegaba la claridad, siempre áspera, del deseo. Hoy, cuando esos pronósticos ya se consolidaron, tomo la situación con cierta felicidad resignada.
Martes. Asumieron Alberto y Cristina. Fui a la plaza. Me quedé hasta el final. Empieza otra época que no necesita mucho para ser mejor que el tan rudimentario macrismo.
Miércoles. Leo Batallas de Malvinas, un ensayo historiográfico entre la divulgación y la suma de datos, de Pablo Camogli. Pese a que, más allá de algún detalle, conozco bien e incluso muy bien la mayor parte de los hechos que se narran, disfruto la lectura. Batallas de Malvinas está muy bien escrito y sintetiza temas muy amplios. Podría decir que Camogli corta en el lugar justo. Saber dónde detenerse es la mitad del trabajo de un historiador. Mientras leo voy anotando e imaginando un personaje. Pienso en un oftalmólogo de una base naval de la Patagonia que ama su rutina, odia a sus jefes y disfruta su vida y al que un día oscuro le llega la noticia de que va a tener que ir a la guerra. ¿Qué vería un oftalmólogo en la guerra? ¿A quién vería? ¿Qué otra cosa vería que no vemos nosotros?
Jueves. Ya nadie se acuerda de Macri. Hoy es todo futuro.
Viernes. Menos palabras, más lectura. Menos palabras… Si leemos del teléfono, de esa pequeña pantalla, necesitamos menos palabras. Muchas palabras es otra cosa. La pantalla pequeña hace que leamos todo de forma lírica. Cada palabra cuenta, como en un poema. Encuentro un gran contraejemplo, el Borges de Bioy. Me lo pasó Richards en epub. Con esto jubilo de forma definitiva el Kindle. El libro es largo, aunque no farragoso. Nada farragoso. Y por su fragmentariedad se deja leer muy bien de forma digital, desde un celular. (Otra lectura del celular que me resulta habitual es Wikipedia, en especial sus listas.) Dentro de muy poco tiempo, este breve comentario no se va a comprender porque todo lo que se lea, se va a leer de una pantalla. ¿Y qué vamos a leer? Lo de siempre en la edad moderna: la dialéctica que se da entre el catálogo de obras y los ya mentados monstruos de vanidosa amargura.