Lunes. Soñé que iba al velorio de un policía. El muerto estaba acostado en el cajón y la cara tenía una piel de cera gris, opaca y verdosa. Aparte tenía puesto el uniforme y la gorra. Yo pensaba en el sueño: “¿cómo le van a dejar la gorra puesta? Se la apoya sobre el pecho, en todo caso...” Después, los concurrentes celebraban las virtudes del muerto. Era un buen hombre, recto, amable, etcétera. Más tarde, escuchaba a alguien que decía, con desdén: “Era un fanfarrón.”

Martes. 24 de diciembre. La semana pasada me compré los cuadernos de Ciorán. Me gusta el libro como regalo porteño de Navidad. Siento que se lo podría haber pedido de adolescente a mi madre, que desde ya me lo hubiese comprado. Siento que tiene una cantidad muy grande de filtros. Los cuadernos, fragmentados por la traductora de Ciorán al alemán, luego traducidos por Carlos Manzano. Muchas capas. Y sin embargo, Ciorán está ahí, con sus guiños, su pesimismo y su humor. Napolitano aprueba a Ciorán y yo le respondo: “Me dejo regocijar por su pluma.”

Miércoles 25. Papa Noel le trajo Revolver en vinilo a mi hija. Lo abre, ve la tapa y pregunta: ¿quienes son? Le respondo: ¿Conocés a Jesús? Falta pero vamos bien. Ahora escucho el disco entero desde YouTube.

Miércoles, 25 más tarde. Estoy solo. Regalo de Navidad.

Jueves. ¿Cómo festejaba Ciorán la Navidad? Mejor sería preguntar: ¿cómo no festejaba Ciorán la Navidad?

Viernes. Debería escribir menos. Menos palabras, menos frases, menos párrafos. Un párrafo. Con un párrafo debería alcanzar. No tendría que anotar todos los días demás, cargando, saturando. Y sin embargo, pese a que lo sé, no puedo. Quiero explayarme. Es casi penoso, porque sé que explayarme conlleva perder precisión, no ganarla. Así que, resignado, me entrego a escribir. Repito, copio y produzco muchas palabras. Y cada vez que escribo siento como me voy diluyendo en esas palabras. Mañana, a todo esto, cumplo cuarenta y cuatro años. Feliz cumpleaños, señor Terranova. Es hora de empezar a escuchar esa canción de Jethro Tull sin tanta ironía.