Lunes. Por recomendación de Gogui miro los dos primeros episodios de SS-GB, una serie producida por la BBC. GB es Gran Bretaña y SS son las SS. La narración se desarrolla en base a una idea poco original —los Alemanes ocupan Gran Bretaña luego de ganar la guerra— cruzada con otra idea tampoco muy original —un inspector de policía ineficiente se ve tironeado entre la facción fuerte pero desagradable que detenta la ley, en este caso los alemanes, y la moralmente correcta pero ilegal, en este caso, la resistencia británica—.

Sin embargo, como ya sabemos, lo poco original es una plataforma inmejorable para que se desarrolle un amplio tejido de versiones y variaciones. Y eso es lo que sucede en SS-GB, las internas y particularidades entre los partisanos, Scotland Yard, la Wehrmacht, la Gestapo, el poder político alemán, los estadounidenses, la aristocracia británica y otros actores y personajes hacen que la serie sea buena, e incluso muy buena. Hay, eso sí, un subtexto, un discurso interno ligado al permanente accionar imperialista inglés que la serie solapa con elegancia. Olvidando, de paso, que los Windsor eran pronazis. Desde ya, la serie muestra unos alemanes despiadados, aunque con algunas diferencias entre fanáticos y criteriosos. Y es entendible ese semblante inicial para ellos. Después de todo, ayer y hoy el mundo busca frecuentemente que el otro sea el nazi, porque comparados con los nazis, todos somos buenos. Espero, ansioso, que se mencione a las Falklands bajo dominio alemán. Si no aparecen me decepcionaré un poco. Reconozco que es una espera interesada porque, si se las menciona, la serie estaría tocando con más firmeza mi propio universo simbólico.

Martes. ¿Cuándo leemos? ¿Dónde leemos? No son preguntas tan fáciles de responder.

Martes, más tarde. Terminé Islas Sandwich del sur, la argentina en el Atlántico Sur de Arnoldo Canclini, un libro que me traje de Ushuaia. Me pareció excelente.

Miércoles. Soñé que estaba en un castillo en Brasil. Subía a una alameda de piedra roja y rosada con vetas grises. Subía por afuera de la construcción y una vez arriba me mareaba y pensaba “no voy a poder bajar, si me vuelvo a marear, me caigo.” Pero lograba bajar. Ese fue el sueño.

Miércoles, más tarde. Parece que un millonario tiró a un cerdo —otras crónicas dicen un cordero— desde un helicóptero a la pileta de su casa en Punta del Este. Alguien lo filmó y el registro de estos juegos estivales tomó estado público generando un amplio debate. Los tres elementos de la performance —el chancho, el helicóptero y la pileta— me son empáticos. Pertenecen a mi literatura, a mi ideario. El cordero, si fuese un cordero, también, aunque resulta menos estridente, más sobrio. El hecho arbitrario a la vez doméstico y extremo, eminentemente bestial y a la vez sofisticado, de claros tintes artísticos, ¿no pide una hermenéutica de mi parte? El millonario excéntrico, la arbitrariedad, la indignación… Y sin embargo, no puedo escribir ese breve ensayo. No puedo. Hace años lo habría hecho. Hoy implicaría ser apedreado una y otra vez por los inmaduros párrocos de la literalidad.

Jueves. Terminé de ver GB-SS. No aparecen las Malvinas. Sam Riley está realmente muy bien como Douglas Archer, el detective, superintendente de Scotland Yard. El final se cae un poco. Hay, quizás, demasiada intriga, demasiada resolución en parlamentos. Ni siquiera un SS siendo fusilado por otros SS termina de levantar la serie. Y eso me recuerda a mi propia ucronía sobre nazis ganando la guerra que también tiene un final poco acorde al despliegue general. El final de Fatherland tanto en el libro como en la película tampoco es gran cosa. ¿Es posible que el género tenga ese problema, que sea difícil cerrar la narración? En realidad creo que los escritores están tan cansados de pensar un mundo completo de variaciones que no llegan con un resto de creatividad suficiente.

Más tarde. Caminé con Pierina por el barrio. Me acompañó a buscar La isla del tesoro, una edición de Alianza, que compré por Mercado Libre y se retiraba en el Parque Rivadavia. Los puestos volvieron a sus lugares habituales. Ya no están más sobre la avenida y finalmente se hizo la calle en paralelo al colegio, pero sin habilitarla al tránsito. Después del libro, tomamos un helado y ella me preguntó cuál era mi escritor preferido. Le respondí Roberto Arlt y le conté sobre el aguafuerte del amor en el parque. “Eran las ocho de la noche y yo cruzaba el Parque Rivadavia. No iba triste ni alegre, sino tranquilo y sereno como un ciudadano virtuoso…”

Viernes. Escuchar música no me permite leer, mucho menos escribir. Si la música me llega a conmover quedo desarmado. Cuando era joven, me pasaba al revés. La música me llevaba a las palabras, me energizaba. En Eterna Cadencia van a festejar los cien años del nacimiento de Clarice Lispector pero no encuentro nada sobre los cien años del nacimiento de Juan Rodolfo Wilcock. No es algo malo. Son preferencias que delatan una forma de leer.