Lunes. El museo donde trabajo cerró al público por treinta días. Pero los trabajadores tienen que seguir yendo a cumplir su horario habitual. Ahora, solo en una oficina vacía, leo la Historia de la lengua española de Rafael Lapesa.

Martes. Monos hambrientos pelean en las calles de Tailandia. Los turistas que los alimentaban ya no están así que los monos salieron de la selva y pasean por la ciudad. A Ushuaia llegó un crucero con mil chinos y nadie los controló. Hubo quejas, desde luego. No sé nada más. Ahora trabajo desde casa. No tengo que desplazarme. El concepto en auge es home office.

Miércoles. El jueves pasado la situación escaló. Hoy estamos todos encerrados. Se suspendieron clases y se cerraron cines y dependencias públicas. Se dieron licencias en el sector privado y en el sector público. La calle está lluviosa y vacía. En la web, veo a San Cristóbal pintado por el holandés Melchior Broederlam invitando a un niño Cristo a bajar al río. Las aguas están llenas de peces y se ve hasta de una sirena. Río arriba, en un segundo plano, un hombre con su perro se dedica a tomar del pico de un cacharro sin prestar atención al evento histórico.

Más tarde. Los problemas pedagógicos en relación a la enseñanza de la letra se resolvían de muchas formas en Bizancio. Según Cavallo, existían las aulas y las bibliotecas, aunque estas últimas no eran de consulta, sino de preservación, y había gente que se quedaba a vivir en ellas. En los casos más extremos se llegaba a la “grafofagia.” Es decir, se llevaba al alumno a la Iglesia y se le hacía “deglutir” vino sacramental con pedazos de papel mientras se “recitaban fórmulas propiciatorias.” Lo demás es muy parecido, curiosamente parecido, a la modernidad. Habría, estirando un poco la interpretación, cierta idea moderna en el aprendizaje y el uso mismo de la lengua escrita, esto es decir de la lectoescritura. Y yendo un poco más allá me animo a decir que la lectoescritura genera modernidad, y sus problemas, contradicciones y afeites, por sí misma.

Jueves. Transporte público reducido. El fin de semana se cortan los vuelos, barcos y micros. El subte va de cabecera a cabecera. El gobierno presentó ayer una serie de medidas para reforzar la economía. La frase es: no son vacaciones, hay que quedarse en casa. Yo saqué, con cierta ingenuidad, Apocalipsis de Stephen King de la biblioteca. Hay en esa novela un tema con la gripe… Si a mis veinte años me hubieran dicho que había que quedarse adentro, me hubiera puesto contento. Tenía tanto para hacer en mi vieja Pentium y con mis libros, tanto proyectos… Pero hoy, con Internet y todo, no es lo mismo. Hay cierta ansiedad, cierta idea del tiempo que cambió, ciertas responsabilidades neuróticas.

Más tarde. Volví a andar en bicicleta. Un recorrido corto. No entré en contacto con nada ni nadie. Hay movimientos con el brazo izquierdo que todavía duelen. Pero va sanando. Puedo escribir casi sin problemas. La calle sigue vacía, el cielo, nublado.

Viernes. En las redes se ven listas de libros. Defoe, Camus, citas del Decamerón, esa línea. Son libros catastróficos, llenos de miseria y crueldad, que muchas veces rozan lo escatológico. Y sin embargo, las pobres emisiones de la televisión, con sus herramientas comunicacionales desechables y rusticas, me resultan mucho más líricas y eficientes en su administración de la paranoia. La pregunta de fondo es: ¿cuánto durará esta lenta locura?