Domingo. Desde hace dos días siento algunos mareos. No soy de marearme. Es algo nuevo. Espero que la sensación se vaya sola. Me doy un baño. Tomo un ibuprofeno. Pero sigue. El dolor es más una incomodidad, como una presión en la nuca, que sube hasta la cabeza. Voy a la farmacia a ver si me pueden tomar la presión. Pero los domingos no hay enfermera y la mujer de la caja me da a entender que, en contexto de pandemia, no importan las sospechas hipocondríacas. Hace un gesto de comprensión falso que me sorprende. Si llega un ACV, se verá luego. Intento dormir una siesta. Tomo una taza de té. Finalmente llamo al Hospital Italiano.
Me atiende un operador, me pide mis datos y me dice que me van a cobrar 480 pesos y que el médico va a venir en el lapso de las siguientes ocho horas. “¿Ocho horas?” pregunto más sorprendido que quejándome. El dinero también me parece excesivo. “Estamos en medio de de una pandemia mundial, señor” me dice el operador. Muy bien. A la hora y media llega una médica de unos cincuenta años, gruesa y rubia. Enseguida me pide: “Ponete un barbijo, por favor.” Está nerviosa. Ya arranca mal, a la defensiva. Se la ve molesta. Tiene toda la apariencia del miedo y el fastidio, el semblante del votante oculto de Macri. Yo quería que me tome la presión y si estaba todo bien, se fuera cuanto antes. Pero la mujer insiste en pasar. “Necesito apoyar mis cosas.” Pasamos al living. Me tomó la presión. Mi presión estaba bien. ¿Y entonces? Me preguntó si tenía antecedentes familiares de hipertensión. Me dijo algunas barbaridades como que tenía que dejar de comer sal o nunca más tomar mate. Pero el trabajo estaba hecho, así que se distendió. Luego dictaminó que mis mareos y mis dolor de cabeza eran producto de una contractura en la espalda. Y solo después de dictaminar eso me preguntó si estaba contracturado. Le respondí que siempre estaba contracturado. Entonces escribió una receta. Hubo otro un momento incómodo con el dinero. El precio era excesivo, sí, desde ya. Ella lo sabía y yo también. Le pagué con un billete de quinientos y tenía que darme veinte pesos de vuelto. Los sacó arrugados de una billetera desordenada. Cuando se fue leí la receta y la metí en un cajón para olvidarla lo antes posible.
Lunes. Murió Tom Lupo. Lo conocí una vez que fui a Radio Nacional. Era muy amable y formal. Me gustaba su seudónimo, que suena tomlupo. Segun Julián Berenguel, una vez le salvó la vida a José Sbarra, que se quería matar, contándole una escena de una película de Visconti.
Martes. Escucho las sonatas de Mozart grabadas por Klára Würtz. Ayer escuché una integral de Walter Gieseking. Creo que los húngaros están más cerca de Mozart que los alemanes. En la música escénica ni hablar, pero se nota hasta en las sonatas para piano. El adagio de la Sonata para piano número 2 en fa mayor, KV. 280, de Mozart me conmueve.
Miércoles. Las noticias que llegan de Nueva York son terribles. Primero no tenían suficientes hospitales, después no hubo suficientes morgues, ahora no hay dónde enterrar a los muertos.
Más tarde. Para mí, leer y escribir siempre fueron operaciones asociadas al robo.
Jueves. Mis poemas de cuarentena tiene todos un solo verso, el mismo verso, solo un verso, un único verso repetido hasta formar un libro y el libro se llama Poemas de cuarentena.
Más tarde. Revisando papeles viejos, papeles viejos de otros encierros, encontré un plano del Museo del Prado y algunas historietas de Columba, mis dos linajes. En el plano del museo hay un retrato del Greco que hace juego con los óleos de las tapas de Nippur Magnum.
Viernes. Hoy al mediodía tuve noticias de Federico Sironi. Se fue al Tigre con la hija. Me contó que está bien, haciendo vida sana, escribiendo y poniendo en orden su obra. También me comentó que el año pasado murió Fernando García, el hijo de Germán García. Murió muy joven, de cincuenta y un años. Yo lo había cruzado en algún bar del Abasto por donde vivía. Me dio lástima la noticia. Sironi le escribió un poema en versos alejandrinos para despedirlo.