Lunes. Me despierto, me conecto y me entero que murió Ennio Morricone a los noventa y un años. Leo la emotiva carta que dejó a los suyos. Empieza así: ““Yo, Ennio Morricone, he muerto.” Luego le dedico el resto del día a llamar a Telecentro, reclamar, amargarme y escuchar música. Por la noche, me emborracho. La cuarentena ya se vuelve rutina, y no una buena rutina. Si al menos pudiera escribir algo. Pero ¿qué cosa? Necesito fuerza para eso. Soy como un pasto seco que lucha para que no se lo lleve el viento. Eso es escribir. Esa neurosis, esa ansiedad, esa esperanza. Hang in there, pasto.

Más tarde. Sigue el frío. Pero hay sol. Pasé a buscar mi bicicleta. La bicicletería abría a las cuatro de la tarde y llegué unos diez minutos antes. Ya había al menos cuatro personas esperando. Cuando finalmente abrió, había unos doce ciclistas haciendo cola. Los bicicleteros se tomaron todo el tiempo del mundo en atendernos. Me cobraron de más pero volver a andar en bicicleta me resultaba necesario. Los ciclistas con barbijos parecen cirujanos en ruedas o ninjas austeros.

Martes. Un titular de InfoBae: “Organizaba marchas anti cuarentena y murió por coronavirus.” El copete: “Ángel José Spotorno era jubilado y minimizó los riesgos de la pandemia hasta que aparecieron los primeros síntomas. Falleció en su casa, a pesar de haber consultado a la línea 107 y acudir al hospital.” Un dato más, el hombre, ya mayor, se dedicaba al activismo digital “contra el comunismo” en Facebook. Otro titular Infobae: “La historia de Pancho, el carpincho de una nena de 8 años que todo un pueblo defendió para que no se lo llevara la Gendarmería.”

Más tarde. La cuarentena parece peor con el frío. Pero quizás sea mi neurosis y así sea mejor. Tal vez mejor pasarla ahora, en el invierno descontento, y no cuando llegue el exultante verano. Pero ¿quién nos garantiza que no se va a estirar hasta ese sol?

Miércoles. Busqued en Twitter: “usted es parte activa de la turba, y lo es porque obtiene una satisfacción en el dolor de otro.”

Jueves. 9 de julio. Hoy vamos a cenar locro y se acaba de publicar mi novela Otra historia de amor. Pasé a buscarla por la casa de mi editora. Hablamos un poco en la puerta de su edificio ambos con barbijos. No sé si voy a releerla. Quizás sí. Es breve y me gusta. Pero ¿qué pasa si encuentro algo para cambiar? Mi hija estudia latín en la cocina. Comentamos las declinaciones. El año pasado le gustaba. Hoy se entrega al estudio de forma sistemática, sin tanta curiosidad. Hace unos pocos meses hubiera aprobado con ternura la escena humanista. Hoy pienso que, quizás, en este mundo, sería mejor que aprendiera a poner inyecciones o cambiar bujias. Pero después hablamos de la palabra res, le hago algunos chistes de mi época de estudiante, y así entiendo que a mí y a ella nos corresponde guardar esa memoria que es la tradición de nuestros mayores. Por ellos, por nosotros y por los que vienen.

Viernes. La escuela neolacaniana de Buenos Aires se corta en la mitad. Es como si Strafacce decidiera que no solo los psicoanalistas pueden ser arbitrarios y detiene la narración en el medio de la novela. Cierra, de forma casi burocrática, el final de su trama, perdiéndose de ganar una larga masacre para él, para novela y para el lector. Insisto: cuando todo está dado para ensañarse con un lienzo irreal de sangre donde se cobra justa venganza, la bacanal es despachada sin vuelo, como si molestara. Y el foco se corre hacia otros personajes, menos interesantes, a los que con buena prosa el autor desfigura. Desde ya lo que hace tiene un sentido porque los psicoanalistas son reemplazados por agentes de la ley, policías, un comisario y un juez. Y de esa manera señala una continuidad. Sin embargo, el giro me resulta desagradable porque lo que se venía contando me interesaba mucho más que aquello que llega para reemplazarlo. En breve, el cambio experimental no tiene la fuerza necesaria. No rinde. Cuando Lacan dice “en el nivel de la castración el sujeto aparece en una síncopa del significante”, la palabra clave es “síncopa.” Pero lo de Strafacce es otra cosa. Suspende el tema, se desentiende, se rie del lector según el manual de César Aira y cambia pero la nueva melodía y su armonía particular no son tan intensas como las de la primera parte. Como fuere esa primera parte ya es suficiente. La novela, pese a la maldad del autor, se salva. Resulta útil. Hoy la literatura responde poco, y mucho menos le responde al psicoanálisis. Esa primera parte ya da bastante tela para cortar. Algo deberé escribir yo, el escritor experimental que se hizo crítico para, justamente, no dejar pasar estas cosas.