Lunes. Mis hijos tomando el sol del invierno en el balcón hablan sobre el coronavirus. Mi hijo de seis años dice: “Al final parece que no pasó nada, pero sí pasó algo.”

Martes. Por motivos que no vienen al caso, pasé tres días sin Internet. ¿Qué sentí? Una sensación de indeterminación muy grande, tedio y sobre todo la sensación de unas vacaciones forzadas. Por momentos recordé que fui un hombre del siglo XX, ahora con algunos libros, la televisión encendida en mute, un anotador donde hice la lista de las cosas que tenían que hacer. No web, no home. Por su parte, la cuarentena no genera extrañamiento, sino hastío.

Martes, más tarde. El clima se descompuso. Hay niebla, humedad, cada tanto calor, cada tanto frío. Hoy iban a venir a conectar Internet. No vinieron. Llamé para preguntar qué había pasado. Un operador me dijo con la claridad desesperante de los personajes de Beckett: “Sí, acá está la orden, sí, deberían haber ido, y sí, no fueron.” Reprogramamos la visita de conexión para el jueves. Antes de dormir, leo Poesía Medieval Italiana, una antología que hizo Orestes Frattoni para el CEAL en 1978.

Miércoles. Internet: hay muchas formas, pero desde que escribimos todos los días un poco y fechamos nuestras intervenciones, la forma natural, la forma que surge, por ejemplo, de las redes sociales, es la forma del diario. En este sentido todos escribimos, día a día, el dietario de nuestra existencia. Luego, sobre esas plataformas, aterriza la cuarentena. Quizás por eso no la situación sea más de cuarentena diaria que diarios de cuarentena.

Jueves. La cuarentena no genera extrañamiento, sino hastío. Bien. Esa frase, releída, se hace todavía más asertiva. Mavrakis escribe en Twitter que hacer un diario de la cuarentena exhibe falta de imaginación. Pone líneas ingeniosas sobre el tema. Por ejemplo: “No vuelvo a leer algo sobre pandemia o cuarentena hasta que haya una invasión de zombies chinos.” Es su forma de llevar su propio diario de la cuarentena. Creo que de alguna manera se advierte a sí mismo: “no escribas eso que va a escribir todo el mundo.” Así va a armando una especie de hiper-diario negativo. O sea, escribir ahora es, se quiera o no, un epifenómeno de la cuarentena. Por otra parte se la pasa poniendo “viñetas de la cuarentena” en Twitter. La mayor parte son escenas de películas seleccionadas con precisión, imágenes de El resplandor o de otras películas con cierta afinidad. No me olvido que durante la cuarentena Mavrakis fue padre. Y Sebastián Robles y Carlos Godoy lo fueron unos meses, casi semanas antes.

Más tarde. Vinieron a conectar Internet. Eran dos venezolanos vestidos de blanco como si fuera una obra de teatro donde la Argentina va a la Luna compitiendo con la NASA.

Viernes. Termino la semana leyendo el Romance elegíaco de Luis Miranda que habla de hambre, de antropofagia, de croprofagia y de la fundación de la Ciudad de Buenos Aires. Tomo notas. Decido escribir un ensayo sobre esos ciento y pico de versos. ¿Qué extensión va a tener el ensayo? Unas mil páginas, me respondo. ¿Por qué? Porque en ese poema está todo. ¿Toda la tradición literaria argentina? Bueno, quizás exagera. Digamos la mitad. La parte más patética. Vuelvo a pensar y recuerdo Muerte y transfiguración de Martín Fierro de Ezequiel Martínez Estrada. Me llama la atención que Miranda no se haya escolarizado. Por ahí empiezo el ensayo. No se sabe quién le puso el título Romance al Romance Elegíaco pero lo de Elegíaco se lo agregó Ricardo Rojas. “Elegíaco” es sinónimo de “lastimero, triste.” Así estamos.