Mundo Cine
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- Escrito por Javier Porta Fouz
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Una de las películas fundamentales de Joe Dante, es decir una de las películas que todavía definen la cinefilia de muchos de nosotros, Pequeños guerreros (Small Soldiers), de 1998, llegó después de dos memorables películas de Dante no estrenadas en cines en Argentina como Matinee de 1993 y La Segunda Guerra Civil de 1997. Y esas dos vinieron después de Gremlins 2 (1990), la maravilla generadora del mejor caos, de la puesta en práctica -cinematográfica- de la idea de romper todo. El cine de Dante, el cine dantesco de los noventa del siglo pasado es una celebración de la diversión sin miedo a la destrucción, nada menos. Y Matinee más La Segunda Guerra Civil más Pequeños guerreros constituyen la trilogía de la guerra del cine de Dante. Matinee en el pasado )un fracaso de público, qué sabe el público), La Segunda Guerra Civil en el futuro (una película para televisión estrenada en cines en Europa, bien por Europa), Pequeños guerreros en el presente.
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Hace mucho tiempo, en uno de mis trabajos más bien callejeros antes de que existiera Internet, yo vendía casetes. Algunos clientes me pedían compilaciones de “americanos”, “temas americanos”, “bailables americanos”. Era un ritmo en particular y había unas canciones que eran las estrellas del segmento. El término se perdió en la noche de los tiempos, aunque si buscan en Internet verán que todavía hay gente que lo usa y lo busca. Pensaba en ese término casi extinto y pensé en otro que seguramente se termine perdiendo por culpa de las películas de Ruben Östlund y su uso indebido: corrosivo.
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John Krasinski fue Jim Halpert en la serie The Office versión americana. Mientras duraba la serie se había convertido en director de cine adaptando, en su primer largometraje, a David Foster Wallace (Brief Interviews with Hideous Men, 2009, estrenada en Sundance). Siete años después, ya con The Office en el pasado, hizo The Hollars (2016, también estrenada en Sundance), película sobre una familia en un momento particular (bueno, como todos). Y en 2018, de repente, logró un éxito gigante, global, de esos que multiplican por mucho la inversión, con A Quiet Place (Un lugar en silencio, 2018, estrenada en South by Southwest). A los dos años de esa película dirigió la secuela, y cuatro años después de la secuela dirigió IF, Amigos imaginarios (IF es por Imaginary Friends), que fue más bien un fracaso, de esos que cargan con el mandato de recuperar con creces un gran presupuesto y fallan en el intento.
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Le perdí el rastro a Jim Carrey. O le había perdido el rastro. Tampoco quiero saber exactamente qué hizo o no hizo en los últimos años. No sé si se retiró o no. Y no pienso averiguarlo. Sí, ya sé, pero no tengo ganas de ver esas Sonic, aunque quizás me equivoque. Ignorar ciertas cosas es una decisión, y en este caso quiero ignorar la información sobre Carrey para concentrarme en que recién ahora vi Jim & Andy: The Great Beyond, la película de Chris Smith de 2017 con Carrey como entrevistado + todo ese material del rodaje-backstage de Man on the Moon de Milos Forman de 1999, una de las últimas películas de Forman, un modelo de director como el que ya quedan pocos. Pero ese es otro asunto.
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Mi amigo Robot es una película de producción hispano-francesa y de tradiciones múltiples. Y es, junto a Amigos imaginarios de John Krasinski, una de las grandes películas recientes que transcurren en Nueva York, con Coney Island como lugar nuclear, lugar al que se llega una y otra vez para asombrarse por diferentes motivos. Coney Island carga con historia, siempre carga con historia. Y hay una canción de Van Morrison llamada Coney Island, pero es sobre otra Coney Island, que está en Irlanda y no en la ciudad más famosa de Estados Unidos. Y hay una versión cantada -o más bien narrada, porque así es la canción- por Liam Neeson, muy recomendable, pero que por ahora no está en la plataforma online más famosa de música, aunque yo la tengo en un antiguo -o tradicional- CD. Pero estábamos hablando de otra cosa.
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Cada vez confío menos en mi memoria, y hace poco me pasó eso que temo desde hace décadas: me dispuse a ver una película de las pocas que me quedaban por ver de un director imprescindible que estaba seguro de no haber visto pero… sí que la había visto, y me di cuenta a los veinticinco minutos, no a los cinco. Eso sí, todavía sé en qué sala vi cada película que vi en el cine. Y puedo ir muy atrás en el tiempo con esta gracia, y gracias hacen los monos. Sé que vi Twister, 1996, de Jan de Bont, en el cine Metro, sala 1 (y ese cine ya solo queda en la memoria, ahora hay algo así como un hotel de tango). Y, claro, por supuesto que recuerdo que los protagonistas eran Helen Hunt y Bill Paxton. Y también recuerdo que me gustó Twister, así como me gustaba el juego Twister del Italpark, hasta recuerdo la sensación de los asientos y de la barra de seguridad.
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Domingo 7 de julio de 2024, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, complejo de cines Cinemark Hoyts, Abasto. Doce salas de cine de las más exitosas del país (el complejo suele estar en los primeros puestos de recaudación cada año). Cantidad de películas en cartel, es decir, la oferta de las doce salas: cinco. Doce salas, cinco películas como oferta. Doce salas, cinco películas. Cinco títulos, doce salas. ¿Les parece que hay concentración, poca variedad de oferta? Bueno, en realidad el asunto es peor.
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Quizás haya sido por haber visto antes los abominables trailers de Intensamente 2, Moana 2, Wicked y otra de un crayón violeta y unos actores con morisquetas más exacerbadas que los efectos especiales que los alentaban, pero me gustó Mi villano favorito 4. (Sí, es cierto que los trailers no son las películas, pero probablemente nunca vea esas películas debido a sus trailers). Aunque quizás Mi villano favorito 4 me haya gustado por sí misma y no por comparación con -o alivio frente a- esos adelantos, esos pedacitos de películas que te ponen antes de la película que vas a ver junto a publicidades entre risibles y abominables. Mi villano favorito 4 recupera un poco cierta noción de relato “a la antigua”, como la mostaza o como las películas animadas que contaban cosas que pasaban con claridad y con personajes que podíamos entender, y hasta con velocidad para que las ideas que están detrás de lo que dicen y hacen no sean una pausa en función de alguna causa de moda y a la vez no queden escondidas.
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(a la memoria de Luis María Serra) Lo que pasa es que yo tengo los ojos redonditos, chiquititos, como los chanchitos. Le dice Mario “El Rulo” (Gian Franco Pagliaro) a Carlos “Charly” (Carlos Monzón), en uno de los muchos extraordinarios diálogos que solemos recordar de Soñar, soñar, de Leonardo Favio, una de las más grandes películas de uno de los más grandes cineastas. Una de esas películas que atesoramos, que cuidamos en la memoria sin dudas y con firmeza, de esas cuyas imágenes y sonidos nos llevan al mundo del cine, o mejor dicho a nuestro mundo del cine, ese que hemos construido en nuestra relación con las películas, ese que se queda con nosotros y que permite la complicidad con alguien que reconoce a qué nos estamos refiriendo si de repente gritamos ¡ojalá crezcas, así te morís de hambre!
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Con Oppenheimer, Christopher Nolan cumple con una de las máximas importantes de la historia reciente, o ya en realidad no tan reciente. Me refiero a esa que decía el Topo Gigio -y ya sabemos que no era un topo- sobre la televisión: “vamos a ver, a ver la tele, que a la vez nos educa y entretiene”. Nolan, en Oppenheimer, al fin vuelve a entretener como lo había podido hacer en las dos primeras Batman que firmó con su firma, la firma del más grande filmador y firmador entre los grandes -en realidad entre los aún más grandes- directores del presente, o del Presente. Porque Nolan ya es como su ídolo Stanley Kubrick, o al menos alguien con muchos seguidores que lo consideran ya no un cineasta inigualable sino un pensador sofisticado o, mejor aún, sofisticadísimo, además de fino e insondable en sus abismos de genialidad casi peligrosa.