Mundo Cine

A veces uno lee y piensa “cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras”. Esa cita es tan del Quijote como “tócala de nuevo, Sam” lo es de Casablanca. O como el mucho más helado que Borges se arrepintió de no tomar. Alguien dice algo, alguien lo repite, y más y más y más, y alguien se lo cree. Y ahí queda. El poder de la palabra, la influencia de lo verdadero y también de lo falso, de la leyenda que se imprime a veces. Y una vez más hay que traer, a los gritos, el grito de Michele Apicella (Nanni Moretti) en Palombella Rossa: “¡Las palabras son importantes!”. A veces uno lee los correos -ya a esta altura, salvo aclaración, son siempre electrónicos- y vuelve a gritar, como Michele, eso mismo, eso de las palabras. Nos dicen fuck you words; responderemos, gritaremos que son importantes.

Don Siegel, maestro de Clint Eastwood, dirigió El tirador (The Shootist, 1976), protagonizada por John Wayne. Clint Eastwood, maestro de Robert Lorenz, dirigió Francotirador (American Sniper, 2014), protagonizada por Bradley Cooper. Robert Lorenz, asistente de Eastwood en nueve de sus películas, justo hasta Francotirador, dirigió The Marksman, que debió haberse titulado en castellano algo así como “El tirador” o “El tirador escondido”. En inglés se completó el círculo de sentido y de herencias, pero aquí nos pusieron El protector. Eso sí, afortunadamente la estrenaron y además la estrenaron en salas de cine, que abrieron, esperemos que para no cerrar más.

En menos de diez minutos, Cruella -artefactonto a niveles dementes- prueba ser científicamente mala. Cine acomodaticio, obsceno, de lenguaje prefabricado, hecho para un mundo en el que ofrecen “campamentos virtuales para toda la familia”, para un mundo en el que la rebeldía y lo extraordinario son reprimidos a diario -también desde los diarios- en aras de “defender la diversidad”. Un mundo en el que los niños son abollados impunemente, también mediante estas películas abominables, estos insultos a la inteligencia, estos intentos de pasar por punks.

Ni me había dado cuenta, no había leído nada sobre el asunto, pero el 9 de mayo pasado se cumplieron 20 años del estreno, como película de inauguración del festival de Cannes ese año, de Moulin Rouge! de Baz Luhrmann. Y dividió a críticos y espectadores. Algunas revistas de cine la pusieron en las tapas de sus números posteriores a Cannes y le dedicaron artículos con grandes elogios, como en el caso de Film Comment, con un inspirado artículo de Kent Jones. Tres meses más tarde, la película se iba a estrenar en Argentina con el título de -no lo recordaba, por suerte- Moulin Rouge!: Amor en rojo.

En “Los árboles de Coronel Díaz y el año 2000”, columna publicada en Confirmado el 30 de noviembre de 1967, Sara Gallardo escribía acerca de las expectativas y proyecciones que suscitaba en ese entonces el año 2000, es decir, el momento que llegaría 33 años, todo un Cristo, después de su columna. Voy a citar a Sara. Sara, el mismo nombre que la señora de 83 años que quiso tomar sol en abril del año pasado y fue ¡reprimida!, y casi logra que le pongamos Sara a nuestra hija nacida dos días después de su memorable acto de resistencia ante el estúpido e interminable zeitgeist. ¡Y también teníamos a Sarah Connor!

Para Azul, ojalá que cuando puedas leerlo los signos sean mejores

para Magui, que cumple. 

El mundo se ha vuelto un lugar extrañísimo, mucho más que antes. Un mundo hermoso, nos dicen conclusivamente en esta película llamada Spontaneous, y un mundo incierto, también nos lo dicen; pero ya lo sabíamos, bah, algunos. Te podés morir en cualquier momento y en determinadas ocasiones hay más posibilidades de que eso pueda llegar a ocurrir que en otras. ¿Una iluminación, una ráfaga de lucidez? No sería muy certero apuntar eso, sinceramente, pero como quieran.

Hace poco más de un año, al regresar del festival de Berlín, todavía no sabíamos que ese evento iba a ser recordado como el último gran festival justo antes de las convulsiones mundiales y miméticas que cambiaron nuestros hábitos. Poco después, South By Southwest de Austin, Texas, Estados Unidos, se cancelaría aunque tendría algún tipo de existencia parcial en algunas formas digitales veloz y eficazmente improvisadas. El Bafici 2020, planeado para abril, no pudo ser. Tampoco pudo ser Cannes en mayo, y lo mismo les pasó a muchos otros festivales. Algunos (Venecia, San Sebastián) intentaron celebrar sus ediciones lo más parecido a lo que solían hacerlo, pero ni ellos, ni el cine y los festivales y su público eran los mismos. Muchos festivales y muestras se concentraron en programaciones on line y tuvieron versiones reducidas, distintas, para un año abrumadoramente distinto, impensado, para mucha gente trágico por diversos motivos y con consecuencias que están lejos de haber llegado a su fin.

En estos días, en medio de ver una cantidad demencial de películas, me acordé de la existencia de Danny Collins. En realidad no me acordé, más bien apareció en la memoria, de rebote, algo así como una imagen imprecisa de “una película más o menos reciente con Al Pacino interpretando a un cantante tipo Tom Jones, bronceado y peinado y vestido de forma contraria a cualquier sutileza”.