Mundo Cine
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- Escrito por Javier Porta Fouz
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Una película que transcurre en un festival de cine. Pero Woody Allen no le pone a su última película -hasta el momento- el nombre de ese festival -San Sebastián- sino que la llama Rifkin's Festival, el festival de Rifkin. Mort Rifkin (Wallace Shawn) es el protagonista de la película y su punto de vista es el dominante pero no el único. Hay algún momento en el que asistimos al avance del romance entre su mujer y su cliente, el director de cine francés, y es imposible que ahí esté el punto de vista de Rifkin. Hay otros momentos que analizados a las apuradas podrían pensarse como ajenos al punto de vista -a cuánto puede conocer, a la focalización- de Rifkin pero son sus sueños, y ahí hay punto de vista inapelable, o punto de sueño. Estos detalles, sin embargo, pueden ser más que ociosos para acercarse a la -hasta el momento- última película de Woody Allen.
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Don’t Look Up, la nueva película de Adam McKay, es algo así como una derivación lógica, un complemento de mayor alcance y mayor pulido narrativo, de la magnífica y extravagante Anchorman 2. Hasta podría ser la segunda parte de Anchorman 2, pero no la tercera Anchorman. Anchorman 2, de 2013, fue una película que, en modo de comedia hiper imaginativa y salvaje, alertaba sobre las consecuencias en ese presente de la destrucción del periodismo ocurrido algunas décadas atrás (link). El periodismo, desde fines de los setenta del siglo pasado viene suicidándose, degradándose, hundiéndose en la más brutal estupidez. Lo peor es que no termina de matarse, entonces queda por ahí un semi muerto cada vez más putrefacto, y cada vez son menos las excepciones. Las pruebas -sobran pruebas- de que el periodismo agoniza están muy a la vista en la abrumadora mayoría de estupideces y aberraciones que se han publicado o emitido en diarios, radios o canales de televisión en las diversas “coberturas de la pandemia”.
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El pasado jueves 16 se cumplieron treinta años -tres decenas de años- de la aparición del primer número de la revista El Amante. En diciembre de 1991 yo tenía 18 años y recién había terminado el colegio secundario. Mi vida iba a cambiar abruptamente y para mal un par de meses después, apenas comenzado 1992. A la revista no la conocí en esos momentos, en ese verano. Recién la conocí en el invierno de 1993, justo antes de cumplir los 20. Cinco años después, en el invierno de 1998, me ponía a escribir una crítica de un estreno de ese año, una crítica de muchos caracteres sobre Boogie Nights de Paul Thomas Anderson en la que, entre otras cosas, mencionaba a los caramelos “palitos de la selva”. Y la mandé al concurso “Quiero escribir en El Amante”.
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King Richard, la película recién estrenada y acá penosamente titulada El Rey Richard: una familia ganadora, es una muestra de que, quizás, Hollywood esté empezando a entender mejor -y con mayor beneficio para los espectadores- cómo sobrevivir a los tiempos que corren sin disolverse del todo en el intento.
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En la competencia de la Seminci -o el festival de cine de Valladolid, dicho con menor precisión pero con mayor comunicabilidad; o sea peor dicho- había dos películas nórdicas que habían pasado por la competencia de Cannes: la mayormente noruega The Worst Person in the World de Joachim Trier y la mayormente finlandesa Compartiment No. 6 de Juho Kuosmanen. Las dos son películas inmediatamente atractivas y nos dicen algo sobre los caminos que toma el cine contemporáneo, o que dice que está tomando, o que algunos nos enteramos de que está tomando. Estas películas se dan por estos días de fines de noviembre y principios de diciembre en la Semana de Cannes en el Gaumont, una función cada una. Son de esas películas que cuando el cine y su llegada al público eran mejores, más saludables, más vitales, se estrenaban y eran comentadas por círculos más amplios que en los que suelen quedar circulando hoy. Quizás una o las dos se estrenen, la esperanza es lo último que se pierde, aunque los psicópatas intentan que la perdamos antes.
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Volví a un festival de cine y, mejor aún, como jurado, a ver muchas películas en pantalla grande, a definir los premios con mis compañeros de jurado en persona, a tener horarios de comienzo de funciones, a tener en cuenta a qué sala tenía que ir, a caminar del hotel a la sala, de una sala a la otra, de la otra a alguna reunión y de la reunión al hotel. Fue en Valladolid, en Castilla y León, en España. La Seminci es el acrónimo de Semana Internacional de Cine. Una semana son siete días, pero el festival de Valladolid, que empieza un sábado y termina un sábado, dura en realidad ocho. La generosidad y hospitalidad de la gente del festival, empezando por su director Javier Angulo, quedarán en mi memoria. Valladolid fue para mí también la vuelta a un festival en el extranjero -en el extranjero físicamente, no por bits- desde mi regreso a Buenos Aires proveniente de Berlín el 1 de marzo de 2020.
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Recuerdo la crítica de Pauline Kael sobre El padrino titulada “Alquimia” (Alchemy), publicada lejos y hace tiempo. Aquí nomás, en una pestaña al lado de esta misma y en fragmentos de segundo, wikipedia dice que “en la historia de la ciencia, la alquimia (del árabe الخيمياء [al-khīmiyā]) es una antigua práctica protocientífica y una disciplina filosófica que combina elementos de la química, la metalurgia, la física, la medicina, la astrología, la semiótica, el misticismo, el espiritualismo y el arte.” El padrino de Francis Ford Coppola y Pig, la ópera prima de Michael Sarnoski, con sus elementos de aparentemente estrambótica y casi imposible combinación pero combinados dan como resultado algo sorprendente, embriagador, digno de celebrarse.
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Hace unos veinte años, o quizás más, en las reuniones de la revista El Amante, Quintín decía que si una película terminaba con una canción de Van Morrison era buena. Eran los años finales del siglo pasado y los iniciales de este siglo, y había un puñado de películas con buen espíritu, con el soul de Van the Man para cerrar sus relatos con emoción. El León de Belfast sonaba al final de, por ejemplo, El oro de Ulises (Ulee’s Gold, Victor Nunez, 1997), con “Tupelo Honey”. A escuchar “Tupelo Honey”, otra vez, ahora mismo. Y cómo suena, qué permanencia, que falta de miedo a ser cálida, qué alejada de la tibieza y la medianía. “Tupelo Honey” es de 1971, tiene 50 años y decía, entre otras cosas, “You can't stop us on the road to freedom” (“no podés detenernos en el camino hacia la libertad”). Van Morrison siguió siendo el León de Belfast, siguió siendo Van the Man. Y el año pasado, mientras pilas de ridículos cantaron loas al encierro en maltrechos coros tecnologizados, Van Morrison -muy poco acompañado- hizo honor a las tradiciones de su música y se mantuvo firme y no asustado.
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En un momento de Cry Macho, el viejo Mike Milo (Clint Eastwood) le dice al adolescente Rafo (Eduardo Minett) que “le está empezando a tomar aprecio”. Ese momento, que en cualquier otra película sutil, estoica, noble podría haberse resuelto con una mirada, un gesto, un silencio sobreentendido, se hace explícito, se hace tosco, se hace anti cine de Eastwood, se hace televisivo, se hace torpe, se hace desdeñoso con el cine, con las emociones perdurables. A los pocos minutos de empezar a ver Cry Macho uno -yo- quiere que se termine: no hay esperanzas, y duele. Cry Macho es un golpe al corazón, y duele. Uno recuerda a Richard Jewell, la película inmediatamente anterior y la mejor estrenada en 2020, y duele.
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Hubo un tiempo en el que había estrellas de cine. Y había estrellas de cine de diferentes países. E importaba de qué países eran y no por nacionalismos diversos sino por identidad, por gracia particular, por historia, por las historias que ayudaron a convertir en relatos singulares, únicos, de esos que se prendían a nuestras biografías emocionales. Belmondo era una estrella, y una estrella francesa. Y le decíamos Belmondo, y casi nunca agregábamos el Jean-Paul. A Delon sí le decíamos con mayor frecuencia el nombre, alendelón.