Mundo Cine

Tiempo presente, septiembre de 2020. Estoy viendo películas en el festival de Toronto, o “en el festival de Toronto”, al que tengo acceso online (“acceso” y “online”) a una parte de su programación, que es una oferta mucho más reducida que la de años anteriores; por “el contexto 2020” aunque no solamente por eso: la cantidad de películas viene bajando en muchos festivales, en la mayoría de los que uno sigue con atención. Vi unas cuantas películas, algunas decenas: malas algunas, malísimas otras, desesperantes unas cuantas, con pocas excepciones. El mundo -claro, una parte- y el cine -ojalá fuera solamente una parte minoritaria- venían degradándose; los síntomas estaban por doquier pero -aún estando atentos a los trailers de la debacle- estos subsuelos infernales en los que estamos inmersos no dejan de sorprenderme.

Ante alguna expresión de ostensible fealdad, de esas cabalmente virales que el periodismo propaga más que nadie, Jorge Luis Borges decía que “tienen la culpa los diarios”. Eso puede leerse en el imprescindible Borges de Adolfo Bioy Casares, un libro libre que quizás sea próximamente etiquetado como nocivo para la nueva sociedad con la que sueñan las obsesivas y obsecuentes fuerzas policiales de la corrección política y su nueva y achatada y achotada normalidad. Y también puede leerse en ese libro magnífico -este adjetivo es sólo una descripción objetiva, no un elogio discutible- el siguiente diálogo:

La tercera de estas películas altamente políticas es una secuela que en Argentina se estrenó directamente en DVD, de esos tiempos en los que todavía había DVDs pero ya casi nadie los frecuentaba y a la vez la mayoría de las mejores comedias, como esta, amagaban con estrenarse en cines pero finalmente la distribuidora a cargo de proceder descartaba la idea, con el atendible motivo de un historial reciente de fracasos anteriores ocurridos con otras comedias consideradas similares a la que tenían entre manos.

Hay gente que afirma que el cine de estos últimos años tiende a eludir enfrentarse a su tiempo, a sus problemas, a sus encrucijadas políticas y de otros órdenes, que no discute las ideas, que se siente la ausencia de un cine de espíritu “crítico”. No estoy de acuerdo, pero no precisamente por la existencia de medianías como Green Book o el bodrio cum laude 12 años de esclavitud.

Hubo un tiempo que fui mozo, trabajaba en un bar, cantaba Peter Capusotto. Hubo un tiempo que fue hermoso, y fui libre de verdad, cantaba Sui Generis. Todos sabemos, creo, cuál vino primero y cuál fue la versión paródica. Hoy apostaría a que sí, a que por lo menos aquí cerca sabemos cuál es la canción original, la que vino primero. Pero no sé por cuánto tiempo más se sabrá eso; no es que sea especialmente importante, muy probablemente no.

Hace diez días quisimos comer hamburguesas, y pedimos por una de esas modalidades de apps-aplicaciones-cosas del teléfono que te permiten seguir paso a paso el pedido. Llovía copiosamente, pero el pedido parecía avanzar mágica, rápidamente. Y estaba en camino, vana promesa, con un conductor con nombre de cantante melódico de antaño. De repente, el pedido, según la app, ya había llegado. Pero no había llegado. Y nunca llegó. Y andá a llamar al conductor. O a la app. (Chequeen la oración anterior, extraña cantidad de palabras y vocales, aunque poca variedad y poca cantidad de letras.) Tenés que hacer un reclamo por la app que andá a saber cuándo te lo responden, si por la app o por mail…

La suma de todos los miedos. Así titularon una película, allá por principios de siglo. Creo que era con Morgan Freeman, pero no pienso chequearlo, no sea cosa que me encuentre con una amonestación por buscar algo con Freeman sin contextualizar esa búsqueda con un video -o intervención artística, o pintada, o unas “stories”, o lo que sea que hagan en tik tok- políticamente correcto que explique el motivo del apellido del actor que hizo de chofer y que hizo también de Dios eterno del cielo vestido de blanco en un espacio muy blanco (ojo Todopoderoso, ahí van a contextualizarte). Pero finalmente junto coraje y, estoico, me animo a buscar La suma de todos los miedos

Uno, yo, siempre cree que está viviendo el momento más rematadamente idiota de la humanidad y de repente “la creadora de ‘Friends’ pide perdón por la falta de diversidad racial en la serie”. Y otra vez, nuevamente, una vez más, bajamos un nuevo escalón, uno más hacia el destino inexorable: el centro de la tierra; el núcleo, caliente, fanático y tonto, de un planeta que ha decidido llevar la idiotez como insignia hacia su cada vez más probable destrucción. O al menos apresurarse hacia algo así como un estado comatoso, babeante, vacío de reflexión, de lucidez, de agudeza, ya sin sentido del humor alguno, porque a ver si alguien se ofende.

Los directores más veteranos siguen reconquistando el cine, revitalizándolo, reviviéndolo, alejándolo de los respiradores y de los que meramente respiran. El cine está vivo en el clasicismo de Clint Eastwood, que cumple noventa años este domingo 31 de mayo, y también en la pertinaz modernidad de Marco Bellocchio, de ochenta años cumplidos el año pasado. El traidor (Il traditore), su última película, que se estrenó mundialmente en Cannes el año pasado, está disponible para ver en algunas plataformas por menos de lo que vale una pizza de las más baratas.

Vas a llamar por teléfono y antes de comunicarte con quién corno querés hablar la empresa de teléfonos te dice, intempestivamente, “quedate en casa”. Da ganas de contestarle “¿quién te pidió consejo a vos?” o “metete el consejo en algún lado”. En realidad, ni siquiera es un consejo, casi que desde el teléfono sale emitida una orden desde una máquina. A algunos les encanta esto del control, esto del consejo, esto del paternalismo que nadie solicitó, y hasta ponen hashtags de “quedate en casa”. Muzzarella, nabolín periodista y nabolín teléfono, que no les pregunté nada, y menos que menos aguanto que me hablen en imperativo gentes y máquinas sin autoridad alguna, que ni siquiera son funcionarios. Zapatero, a tus zapatos, que bastante mal te están saliendo.