Tiempo presente, septiembre de 2020. Estoy viendo películas en el festival de Toronto, o “en el festival de Toronto”, al que tengo acceso online (“acceso” y “online”) a una parte de su programación, que es una oferta mucho más reducida que la de años anteriores; por “el contexto 2020” aunque no solamente por eso: la cantidad de películas viene bajando en muchos festivales, en la mayoría de los que uno sigue con atención. Vi unas cuantas películas, algunas decenas: malas algunas, malísimas otras, desesperantes unas cuantas, con pocas excepciones. El mundo -claro, una parte- y el cine -ojalá fuera solamente una parte minoritaria- venían degradándose; los síntomas estaban por doquier pero -aún estando atentos a los trailers de la debacle- estos subsuelos infernales en los que estamos inmersos no dejan de sorprenderme.
Tiempo pasado cercano, últimos días de febrero de este año. Estábamos en Berlín, en un festival de cine de los que se acostumbraban a hacer, con gente, con mucha gente, con salas de cine “presenciales”, con una ciudad que ya no era lo que había sido, con demasiadas dosis de desidia, indolencia y hasta mal humor allí donde antes -no tantos años atrás- solía haber entusiasmo, innovación y desafíos. En la programación del festival -quizás el malhumor del ambiente del evento se relacionara con esto- había una perniciosa y abrumadora mayoría de películas carentes de vida (y de gracia, y de riesgo, e incluso de cariño por este arte actualmente asediado y amenazado). En Berlín 2020, aunque de forma incluso más acentuada en Locarno 2019, hubo demasiadas películas con aspecto de zombies (no con zombies como protagonistas), esas películas muertas que circulan por festivales y que en demasiadas ocasiones ponen en juego más fórmulas -es decir, no se juegan realmente por nada- que las más grandes producciones de la industria en su gama más cara. Películas que se hacen las raras, que posan con lo que ellas creen que son raros peinados nuevos, que se venden como “contemplativas” para no animarse a comprometerse ni siquiera con sus personajes, a quienes dejan a medio cocer o ni siquiera eso. En ese contexto -y no en este- asistimos en Berlín a la fiesta de cierre de una de las grandes secciones -o directamente subdivisiones con gran autonomía- de la Berlinale. Bueno, a “una fiesta”. Uno ya había vivido la experiencia de fiestas en las que la gente se calza auriculares y baila a su ritmo y el otro tiene otros auriculares y escucha otra cosa... y así hay silencio en general y músicas distintas en particular, en algo así como un seudo aislamiento, al pedo pero temprano. Sin embargo, en esta fiesta de fin de febrero de 2020 en el invierno de Berlín se nos proponía otra clase de invento, otra variante de la degradación de la experiencia: una fiesta sin música en absoluto, en un lugar de esos en los que cuando el mundo cuando era mundo solía haber canciones puestas con potencia energizante. Había guardarropa, había semipenumbra, había alcohol y otras bebidas, y había luces “de fiesta” y había gente… y cero música. ¿Era ese un gesto adusto, serio, pretendidamente desafiante? Era más bien un gesto que se agotaba en dos o tres minutos, y después uno quedaba ahí defraudado, frustrado, con una sensación de que a parte de la humanidad ya no le quedaban ganas de casi nada, de que estábamos asistiendo a un desperdicio destructivo proveniente de la abundancia pero sin la energía de la ceremonia del potlatch, se trataba más bien de un gesto desaprensivo y mortuorio. Hubo, sí, un grupo de africanos que intentó bailar batiendo palmas, y un mínimo conato de reclamo de música, pero nada más. Eso era Berlín en febrero de este año y eso era una fiesta en un galpón que supo ser un crematorio. Así era el mundo, o algún mundo, días antes de que empezaran por casi todos lados las cuarentenas, y las obsesiones, y la terminología repetida hasta el hartazgo (hisopado, asintomático, vectores de contagio, curva, pico, y volvimos a leer 1984 y a leer sobre 1984). Sentimos que estamos viviendo en una pesadilla en la que el pensamiento es desplazado por consignas, gritos, más consignas y más gritos. Y aparecen cada vez más “expertos y especialistas” que se suman a la moda de las consignas y a las remeras impresas con más consignas, tejidas, estampadas a fuego o con la fuerza de otros intereses menos calientes.
Y otra vez en este septiembre, con la lectura del libro de Giorgio Agamben La epidemia como política: “la hipótesis que me gustaría proponer es que de algún modo, aunque no fuese más que de manera inconsciente, la peste ya estaba allí y que, evidentemente, las condiciones de vida de las personas se habían vuelto tales que alcanzó una señal repentina para que se presentaran como lo que ya eran, es decir, intolerables, precisamente como una peste.” Y llegaron las películas de Toronto, varias de ellas pertrechadas de programas de acción propagandísticos indignos incluso de una ONG sin criterio estético alguno: reivindicaciones, denuncias, consignas robóticas y gritonas presentadas -cada vez con menos excepciones- de formas toscas, cuando no arteras y abyectas. Entre este material tóxico se cuenta el documental sobre Greta Thunberg, I Am Greta de Nathan Grossman, una celebración acrítica -apestada por unos cuantos elementos de la comunicación goebbeliana- acerca de cuánta razón tiene esta adolescente. Algunas de las películas asumidas como de propaganda realizadas durante la Segunda Guerra Mundial se permitían ser mucho más sutiles y tener más contrapesos que este panfleto que sería ridículo si no fuera peligrosísimo, y que exhibe -en su brutal transparencia estética- un plan de acción comunicacional que es algo así como: los medios deberían alertar sobre el peligro / los medios machacan sobre el peligro / yo les digo que tienen que tener miedo (“pánico”, usa Greta) / pero no porque yo lo diga sino porque se los dice “la ciencia”. Toda similitud con otras situaciones corre por cuenta del que quiera pensarla. Y mejor no citemos la página 49 del libro de Agamben, en la que habla del estado de excepción y de su tendencia a favorecer las ansias totalitarias.