Frente a la anemia y anomia de mucho cine del siglo XXI, el cine de los noventa, la última década del siglo XX, está en el camino de la recuperación -vía rápida- hacia las siempre dispuestas máquinas de recuperar, tanto las falsas como las genuinas y atendibles. Y no solo está ocurriendo por nostalgia, berretines vintage o mera identificación generacional. Hagan la prueba: enfrenten a gentes nacidas en el siglo XXI al cine que les es más contemporáneo y luego a Robin Hood de Kevin Reynolds y verán cuánto estamos extrañando el cine, las emociones, los centros gravitacionales. Hace unos días revisé una de mis películas favoritas de los años noventa y fue algo así como una constatación inmediata…

La película en cuestión era, en realidad es y será -perdura- Grosse Pointe Blank, de 1997 dirigida por George Armitage. Protagonizada por John Cusack, Minnie Driver, Alan Arkin y Dan Aykroyd. Humor negro, música de Joe Strummer, selección de canciones de uso radiante, chistes, y tiros y más tiros, con una pistola en cada mano. Actores en estado de gracia, también los secundarios todavía no nombrados como Joan Cusak, Jeremy Piven, Hank Azaria. Una película hecha desde una zona del aparente cinismo de los noventa que se ponía a mirar a los ochenta por una reunión de décimo aniversario del secundario (o jáiscul, como le dicen ahora, antes era grayskull) y que hacía reverberar más esa perspectiva porque el protagonista Cusack John había sido el protagonista de algunas de las películas clave de los ochenta (quizás ya haya alguna estatua de Cusak John con las manos en alto y un minicomponente). Así las cosas y las casas de ese trazado del suburbio estadounidense que andá a imitarlo -mal- en otras latitudes, nuestro protagonista es un asesino profesional atildado y a punto de que la cabeza le explote de alguna clase de agobio, o de varias. Su vestuario tiene un norte, o más bien un centro gravitacional. Y también es alguien con una ética, y mira el mundo desde algún lugar -no desde la anemia ni desde la anomia- y a partir de ahí opera, actúa, pone en peligro y entra en peligro. Y está la chica y la historia de amor, y el pasado y el pueblo. Y las raíces y el escapar del pueblo. Escapar, salir, no deambular sin rumbo (incluso para deambular sin rumbo se necesitaba un centro): los temas de cuando había algún centro, algo contra lo cual rebotar o asimilarse. El cine organizado, desde el lenguaje del cine y desde una visión del mundo, desde entender una tradición narrativa y desde estar convencido de que el mundo es un lugar divertido si uno no reprime todo por miedo a la sanción de la ofensa de alguna asociación de no sé qué auspiciada por jáiskul, grayskull o bilgueits.

Grosse Pointe Blank, estrenada y fracasada acá en cines como Tiro al blanco, hoy no podría llamarse Tiro al blanco porque seguramente aparecería alguna queja racial auspiciada por Brawndo, the thirst mutilator. Tiro al blanco, una película en la que se cagan a tiros y hay asesinos, fue distribuida por Buena Vista Internacional (o sea, Disney). Hoy Disney no aprueba cosas de su propia producción como Los aristogatos y otras que ni me voy a gastar en chequear cuáles otras son porque estoy viejo y no me acuerdo y porque a la idiotez a veces hay que combatirla sin prestarle atención. En fin, que Grosse Pointe Blank nos muestra un cine y un mundo más felices, más rebeldes porque sabían contra qué rebelarse, porque había un centro, un centro más cerca del humor que del miedo a la ofensa, un centro más cerca de la vida que de la preocupación constante por no morirse. Parece lo mismo pero no lo es, ya lo sabía Godard cuando decía que Una mujer es una mujer y sabíamos que no era exactamente una tautología.