Recuerdo la crítica de Pauline Kael sobre El padrino titulada “Alquimia” (Alchemy), publicada lejos y hace tiempo. Aquí nomás, en una pestaña al lado de esta misma y en fragmentos de segundo, wikipedia dice que “en la historia de la ciencia, la alquimia (del árabe الخيمياء [al-khīmiyā]) es una antigua práctica protocientífica y una disciplina filosófica que combina elementos de la química, la metalurgia, la física, la medicina, la astrología, la semiótica, el misticismo, el espiritualismo y el arte.” El padrino de Francis Ford Coppola y Pig, la ópera prima de Michael Sarnoski, con sus elementos de aparentemente estrambótica y casi imposible combinación pero combinados dan como resultado algo sorprendente, embriagador, digno de celebrarse.
Nicolas Cage, el que actuó con su tío Coppola en Peggy Sue pero también con Martin Scorsese en Vidas al límite pero también con Brian De Palma en Ojos de serpiente pero también con John Woo en Contracara y Códigos de guerra pero también con David Lynch en Corazón salvaje pero también -gloria por siempre- con Werner Herzog en la cocodrílica Un maldito policía en Nueva Orleans. Y en muchas muchas muchas otras películas, algunas horribles, otras queribles, otras fulgurantes, algunas sólidas, contundentes, buenas, todas ellas con Cage, con Nicolas Cage. Cage hace rato que está fuera de la jaula, si alguna vez lo estuvo. Monstruo desatado, actor más allá del bien y del mal, actor demente y salvaje, actor que sabe quedarse callado como pocos otros, que sabe mirar para dar miedo, actor que puede buscar piedad con una entrega, una convicción y una violencia bíblicas. Puede equivocarse y ser pésimo si lo dirigen mal y si lo convencen de que tiene que ser horrible para ganar un Oscar, el que obtuvo luego de transpirar un artefacto del averno como Leaving Las Vegas. Pero Cage no es su Oscar y casi siempre supo ser otras cosas, inflamables y a la vez a prueba de fuego. Cage pudo haberse quemado una y mil veces pero ahí está, milagrosamente incombustible: recurso natural actoral no renovable, como lo era el demente de Marlon Brando, otro monstruo que actuaba de monstruo pero monstruosamente en El padrino. En Pig el monstruo Cage actúa con la nobleza de un animal que puede pasar de la quietud a la furia, de la mirada melancólica al dolor, de la nobleza a más nobleza, pero nunca al olvido. El monstruo Cage, en Pig (cerdo), no se baña, aunque alguna vez se lava las manos y la cara. Y con las manos y con la cara y con el alma hace sus alquimias, sus combinaciones únicas, sus certeros dardos proustianos, de esos que se usaban en Ratatouille de Brad Bird y Jan Pinkava.
El director de Pig, Michael Sarnoski, combina a Cage con una cerda, con hongos, con Portland, con un muchacho que es hijo pero no padre, con árboles, con un pasado que se va revelando, con un presente extraño, raro como apagado, raro como tilingo, raro como con las emociones dejadas de lado. Lo combina también con una canción impensada y muy conocida y en perfecta versión al final, con gritos y golpes y dolores en aluvión, con recuerdos que viajan milimétricamente pero a la vez vaporizan fantasmagóricamente todo. El mundo que habita el personaje de Cage en Pig es un mundo post apocalíptico y pre apocalíptico. No, no es lo que se imaginan, es otra cosa, es un mundo muy parecido al actual. Pero hay situaciones y personajes que se salen de las líneas esperables, que se vuelven excéntricos y con dinámicas impensadas, en sus derroteros y en su presentación cinematográfica. Y más allá de algún dron y alguna estabilización de más -sobre todo en el intrigante principio, que puede salir para cualquier lado- Sarnoski ha hecho cine americano con el espíritu de los setenta, en el espíritu de los setenta: un cine con atmósfera, un cine con rebeldía, un cine que permite respirar, gritar y tirar unos golpes al aire, y no solamente de dolor. Extraña película triste y euforizante, con Cage y con un rodaje rápido, con un montaje ajustado, con palabras y acciones que se rebelan con hidalguía, Pig es una imprevista alquimia contemporánea, un milagro roñoso y vital en ambientes pulcros, incluso a veces villanamente hipsters.