Volví a un festival de cine y, mejor aún, como jurado, a ver muchas películas en pantalla grande, a definir los premios con mis compañeros de jurado en persona, a tener horarios de comienzo de funciones, a tener en cuenta a qué sala tenía que ir, a caminar del hotel a la sala, de una sala a la otra, de la otra a alguna reunión y de la reunión al hotel. Fue en Valladolid, en Castilla y León, en España. La Seminci es el acrónimo de Semana Internacional de Cine. Una semana son siete días, pero el festival de Valladolid, que empieza un sábado y termina un sábado, dura en realidad ocho. La generosidad y hospitalidad de la gente del festival, empezando por su director Javier Angulo, quedarán en mi memoria. Valladolid fue para mí también la vuelta a un festival en el extranjero -en el extranjero físicamente, no por bits- desde mi regreso a Buenos Aires proveniente de Berlín el 1 de marzo de 2020.
Desde el sábado 23 de octubre al jueves 28 de octubre por la mañana tuvimos que ver veinte largos y doce cortometrajes, para luego deliberar en un almuerzo en el hotel en donde estábamos, el Gareus, uno de esos cada vez más raros lugares de trato extraordinario y de amabilidad eficiente. La agenda de películas era intensa y concentrada, y en varios días vimos más de 500 minutos de cine dentro de la sala. Afortunadamente -bah, porque había muy buena calidad- de los veinte largometrajes apenas un cuarto de ellos me pareció cine del insoportable, del irritante y farsante; es decir, la mayor parte de los minutos en la butaca fueron buenos minutos. Con la conducción de Angulo, que surfea la intensidad del trabajo festivalero con sabia prestancia y con humor, la Seminci cumplió con creces en algo así como un regreso a la lógica festivalera, con mucha gente en las salas, con cenas, con cócteles, con charlas. La Seminci se pareció bastante -todo lo que pudo- a lo que eran los festivales hasta Berlín de 2020.
Pero ya nada es igual, ya no sos igual. Siento que a las películas les exijo más, para que me ayuden a soportar tener un barbijo en la butaca y para olvidar la irritación que me producen las comunicaciones “por megafonía” sobre “cuestiones sanitarias” y los numerosos cartelitos y cartelones con indicaciones, obligaciones y prohibiciones. Estos tiempos son para mucha gente “los de la pandemia”, o “de la post pandemia pero cuidate, querete, ojito ojete”. Para salir de la Argentina hay que firmar y firmar y afirmar que más o menos sos un demente por viajar afuera del país, con un montón de renuncias a un montón de derechos que solíamos tener. Para entrar a España también tenés que hacer unas declaraciones y unas afirmaciones y tener algo para escanear. La burocracia festeja el estado del mundo. Nada mejor para el burócrata y el controlador que un mundo lleno de nuevas reglas, que cambian y cambian pero muy pocas veces para mejor. Y ojo que estamos ahí, y seguimos estando, y dale que va. Y ahí nomás aprovechan los agentes del terror para meter notas en los medios que dicen que dale che, que mejor dejate puesto en barbijo para siempre. Las cosas que uno ha visto, escuchado y vivido en estos ya más de veinte meses dan para tres millones de historias universales de la infamia y la insania. Pero para los adaptados y los sobreadaptados -y los que disfrutan de reprimir- aparentemente uno es el loco, el negacionista, el terraplanista. En uno de los vuelos largos se nos exigía vacunación completa y test PCR negativo realizado 72 horas antes de la salida del avión, además de otra vez firmar cosas disparatadas antes de entrar a la Argentina, tan disparatadas y tan genuinamente burocráticas que todavía no habían adaptado el formulario a las nuevas disposiciones que ya estaban vigentes. Así las cosas, en el formulario estaban todas las exigencias y recomendaciones y cuestiones policiales y totalitarias de “la cuarentena al llegar” cuando ya las nuevas regulaciones no imponen este totalitarismo en particular. El burócrata tiene tanto que hacer que no llega a actualizar lo que le mandan de arriba. No importa, de todos modos siente que tiene el poder -y en muchos casos el placer sádico- de joderte todo el tiempo con muchos ítems, de intentar aplastarte la voluntad con estupideces sin sentido, así que medio da lo mismo que renuncies a tus derechos con pocos incisos o con muchos incisos. Tampoco parece hacer una gran diferencia que tengas vacunación completa -aunque andá a saber qué significa completa dentro de un rato- y PCR negativo y que- según dicen- el filtro de aire del avión elimine 99 % de virus y bacterias porque el barbijo te lo ponés igual porque los símbolos del control y la opresión sin mayor lógica que el mero control y la mera opresión ya se han hecho carne en mucha gente, que entra en pánico si puede respirar y si se le ve la cara o si le ve la cara a otro. Eso sí, el barbijo puede ser quitado en el avión para comer y beber porque, como todo el mundo sabe, esos son los momentos en los que el virus no va a andar contagiando a nadie porque, él también, firmó unos formularios en los que indica que se compromete a no hacerlo en esos momentos. Iba a escribir “paren el mundo que me quiero bajar” pero creo que mejor es decir “paren, psicópatas”.