Hace unos días murió el apasionado Pascual Condito, sobre el que ya se escribieron muchos obituarios, muchos mensajes en las redes sociales y se contaron muchas anécdotas. Personaje expansivo, personaje único, personaje apasionante. Pero, sobre todo, personaje intenso, amante del cine y de estar en el mundo del cine, de esos que no daba lo mismo verlo o no verlo, encontrarse o no encontrarse con él en la calle, cerca de un cine, en un café del antiguo barrio de las distribuidoras o incluso en el mercado del Festival de Cannes, en donde muchas veces el stand de Pascual era un refugio para los argentinos recién llegados a un evento como ese.

Condito, siguiendo alguna o algunas de las máximas de Oscar Wilde, no nació ni vivió para ser ignorado. Condito se hacía notar, y nos hacía notar que notaba nuestra presencia ya sea que estuviéramos en contacto con él como críticos, como parte de un festival o seleccionando películas de su catálogo. En todas estas interacciones Pascual estaba cerca, involucrado, sin distancia, apasionado, defendiendo “su cine” como si fuera un hijo más (confieso que también interactúe con Pascual como “actor” y con pelo largo en Tras la pantalla de Marcos Martínez). En todo momento Pascual buscaba denodadamente hacernos creer en lo que hacía y en lo que decía, por más que él sabía que nosotros sabíamos que él era un verdadero artista de unas cuantas fabulaciones y, claro, un excelso artista de la negociación a veces sin red ni sustento pero siempre con gracia.

A principios del año 2000 (¿o fue a fines de 1999?) le hicimos una entrevista para El Amante junto a Gustavo Castagna y Quintín. La entrevista duró cuatro, cinco, ¿seis? horas: de su famosa oficina de la calle Riobamba fuimos a comer a una parrilla, volvimos a la oficina, los relatos no se detenían, tampoco las risotadas. Algunas de ellas fueron cuando Pascual nos explicó qué era “robar de asalto”, cómo ya a fines de los noventa no era algo viable y cómo había sido una práctica habitual de la distribución hasta los ochenta: “Robar de asalto significa, por ejemplo, que si se estrenó La momia, Pascual largaba La momia falopa, imitaciones malas, burdas. Pero a la gente ya no se la puede engañar porque hoy el público aprendió muchísimo a través del video, el cable y la televisión. Me acuerdo que en los ochenta estaba prohibida Calígula y yo salí con una película en el cine Trocadero que ponía Calígula y muy chiquitito ‘y Mesalina’. Y se llenaba de valijeros”.

Pascual sabía que el cine estaba cargado de ilusiones, o de leyendas, o de mentiras, o de engaños, o de verdades que se revelaban al aparecer tras apariencias un poco -o del todo- viradas hacia la máscara, hacia el disfraz (Wilde, claro, adoraba los disfraces). Nos contaba Pascual, hace más de veinte años, historias de películas -entre ellas algunas que ya cumplieron medio siglo- y de estrenos en los que todo valía, como en el amor y en la guerra: “Estrené Profesión bígamo con Lando Buzzanca y Rafaella Carrá. La gente entraba al Arizona y quería matar al dueño porque en la película ella salía con el pelo morocho y yo, para el cartel, le había puesto el pelo rubio porque así cantaba en Buenos Aires. Cuando Argentina era campeón había una película sueca que se llamaba Puchito campeón y en el cartel puse las caras de los jugadores argentinos y decía ‘si quiere ser campeón como Luque, Kempes y Fillol, no deje de ver Puchito campeón’. En la época de la censura, hecha la ley hecha la trampa. De las películas mandábamos una versión al Instituto y poníamos escenas de campo, escenas largas y después, cuando venían, de una copia positiva hacíamos un internegativo y le agregábamos una tetita, un culito, para que funcionara en Lavalle.”

Hace unos días, antes de que muriera Pascual y a santo de otra cosa, recordé algo que había escrito el crítico chileno Héctor Soto y lo fui a buscar, lo tenía bien marcado, señalado en el libro Una vida crítica, y con esto termino este festival de citas, esta escritura ilusoria, mentirosa: “Tal vez en mayor medida que en otras expresiones artísticas, en el cine es válida la recomendación que le atribuyen a San Agustín: ‘Ama primero y haz después lo que quieras’. No es que el cine sea un campo de impunidad en el que todo valga. No es así. Pero es un hecho que hasta los juicios más certeros se relativizan si son hijos del desapego, de la rutina o la indiferencia. Cuando de por medio está la pasión fílmica, en cambio, hasta la arbitrariedad se ennoblece y puede ser interesante. La debilidad que presenta una elevada proporción de los juicios cinematográficos en circulación radica no tanto en la falta de información o de rigor, sino la falta de afecto y compromiso, lo cual es más grave. Aquel déficit puede cubrirse con datos o con una cierta disciplina intelectual; el déficit afectivo, por su parte, es una dolencia del alma más que de la percepción y casi nunca es redimible.” Chau, Pascual, que tu alma apasionada siga de viaje por el cine.