En la memoria quedan cosas, incluso unas cuantas que para qué. Pero quedan. Por ejemplo la publicidad de Impulse, en la que un hombre se bajaba de un taxi al que recién había subido y le regalaba flores a una mujer que no conocía y que recién había bajado del vehículo. “Si alguien que no conocés de repente te regala flores… eso es Impulse”.
Algo más o menos así decía la publicidad de ese desodorante (“desodorante perfume”), que indicaba que era para ponerse en todo el cuerpo y “no solamente debajo de los brazos”. Chequeo ahora la publicidad en Internet. Para qué. Lo que más me ofende de la pieza es ver que la mujer tenía una ropa indicada para un día de mucho calor en verano y el señor tenía pantalón largo, zapatos y campera. Con ese abrigo exagerado para el señor no había “desodorante perfume” que aguantara, quizás por eso estaba tan contento con el dichoso Impulse. O quizás ella estaba muerta de frío y más que flores necesitaba un abrigo. Ya me puse de mal humor al ver la publicidad; bah, “la propaganda”, como decíamos a principios de los ochenta. ¿Y por qué vi esa publicidad? Porque me acordé de eso de “regalar algo” porque últimamente me regalaron varios libros. Pero no gente que no conozco sino gente que conozco: en algún caso se trata del autor o de la autora del libro en cuestión, en otros se trata del editor, en algún caso del autor más el editor. Es decir, no sé para qué me acordé de Impulse, se ve que se me olvidó olvidar esa publicidad.
Lo bueno es que estuve leyendo y, mejor aún, releyendo algunas páginas que ya había leído. En algún caso porque se me había caído el señalador, en otro porque había empezado la lectura hace meses y la retomé ahora, en otro porque busqué específicamente eso que había leído hace algunas horas. Hay dos que están editados en Argentina y el otro en Chile, pero imagino que no será tan complicado conseguirlo para ustedes que saben más de esas cosas de comprar por Internet; confieso que no compro libros de esos que los envían a domicilio porque a los libros los compro en las librerías, o en las veredas a la gente que vende libros usados y que los despliega sobre mantas. Quiero recomendar los tres libros en cuestión, y de cada uno de ellos citaré un fragmento.
Uno es Los años chilenos de Raúl Ruiz de Yenny Cáceres, editado por Catalonia. Encontrar allí buenas citas o buenas anécdotas de Ruiz es sencillo, pero yo quiero destacar otra cosa, en parte porque se me antoja y en parte porque la lateralidad me parece lo más lógico en un libro dedicado a Raúl Ruiz. Cáceres cita palabras de José Román, amigo de Ruiz que le contagió la cinefilia:
“‘Aquí tuvimos la suerte de tener un distribuidor independiente, que empezó a traer este cine que era un riesgo, los que iban eran especialmente los universitarios. Entonces trajo las primeras películas de la Nouvelle Vague: Hiroshima, mon amour (1959, de Alain Resnais), Sin aliento (1960, de Jean-Luc Godard), Los 400 golpes (1959, de Truffaut), Los primos (1959, de Chabrol)’, dice Román.
Este distribuidor, recuerda Román, no era precisamente un cinéfilo:
Una vez nos comentó algo que a Kerry Oñate y a mí nos dejó con los pelos de punta. Nos dijo: ‘Ustedes vieron Hiroshima, mon amour? ¿Se fijaron que nadie entendía nada?’. ‘Bueno’, le dijimos, ‘a lo mejor eso pasa con el público masivo. Es una película llena de flashbacks’. ‘Saben lo que hice yo?’, dijo el distribuidor, ‘ordené la película. Puse juntas todas las escenas de Japón y todas las escenas de Francia. Entonces ahí quedó clarita’. Y la empezó a distribuir así en provincia. Pero al final yo le perdono todo porque trajo esas películas y se arruinó, no sobrevivió como distribuidor.”
Otro de los libros es Kubrick: Obsesión por el (des)control, de Hernán Schell y editado por A Sala Llena. En ese libro Schell se dedica, con su clásica energía para pensar en los temas que lo convocan, a defender a Kubrick y a su cine de los ataques clásicos -y no solamente los clásicos- de la crítica y la cinefilia hacia el cine del director. Y lo hace endiabladamente, casi adelantándose a cada objeción que se le pueda formular. Como a Schell le gustan las comedias, sabe que no es posible defender demasiado ese magnánimo desastre llamado Dr. Insólito (en realidad el título es más largo pero para qué). En su astuta cruzada a favor de Kubrick Schell concede con Dr. Insólito para poder defender otras películas polémicas, y así hasta sabe defender ese otro adefesio llamado El resplandor con fragmentos como los que siguen: “Jean Renoir decía que en el cine el actor era más importante que el personaje, en tanto lo que atraía era más una interpretación que una construcción psicológica. Posiblemente, esto explique el motivo por el cual muchos personajes cinematográficos que no consisten en otra cosa que meros estereotipos hayan trascendido gracias a un estilo actoral. Torrance no es un personaje tan sofisticado, pero la interpretación de Jack Nicholson, ya de por sí un actor tendiente al desborde, es particularmente distinta a todo. (...) Este aspecto de El resplandor como un conjunto de unidades desfasadas, que nunca terminan de encajar del todo, es algo que recorre la película permanentemente y es una de las cuestiones más fascinantes y osadas del film.”
Por último, un libro que empiezo a citar hoy y que volveré a citar muchas veces: ya sé que no me voy a olvidar de este libro y que estará en mi escritorio con frecuencia. Se trata de Política de los actores de Luc Moullet y está editado por Serie Gong. Y con esta cita habría que terminar esta nota y unas cuantas cosas más: “En principio, desde hace cuarenta años y gracias al trabajo de la crítica (por lo tanto y en parte culpa mía), los realizadores atrajeron la atención, dejando a los actores relegados. Bringing Up Baby (Howard Hawks, 1938) no es ya como lo era antes un film de Cary Grant y Katherine Hepburn, sino un film de Howard Hawks. Room for One More (Norman Taurog, 1952), dejó de ser un film de Cary Grant para ser un film de Norman Taurog, de hecho, tímido yes-man al servicio de Grant. La personalidad, la autoridad de algunos pocos grandes realizadores, hicieron que -si bien involuntariamente- los directores ganaran la partida, lo que favoreció a innumerables obreros parados detrás de la cámara. El actor-ganado de Alfred Hitchcock sigue siendo un buen chiste. Se hubiera debido matizar, darle mayor importancia a los múltiples testimonios de realizadores que rehicieron completamente la estructura, el guion y los diálogos de su próximo film en función de un cambio de intérprete. El director como único amo después de Dios, o en su lugar, es una idea tan cómoda que sirve de base a juicios precipitados: como podría decir Godard, llamamos a eso prensa porque achata los conceptos.”