Hubo un tiempo en el que aparecían películas como Body Heat, aquí llamada Cuerpos ardientes. De un director nuevo, con magnífica conciencia del género que quería hacer y las tradiciones que quería honrar. Y, a la vez, sin los modismos del que hace cine como mero homenaje, como metacine. Algo así, o qué sé yo si era así, tenía en la memoria acerca de esa película de 1981 y que había visto solamente una vez en algún momento de fines de los ochenta o principios de los noventa en un VHS que se veía más o menos bien, o más bien más o menos mal. Porque los VHS, en general, no se veían bien, especialmente los VHS de edición local. Pero ese es otro tema. El tema es que ahora, en 2022, volví a ver Cuerpos ardientes, con cierto temor: no toda película soporta bien el paso del tiempo, o el paso y el peso de nuestro tiempo.
Y Cuerpos ardientes no solamente soporta el paso del tiempo sino que refulge con calor, calentura y crimen. Y con diálogos y personajes, y con diálogos y personajes, y con diálogos y personajes. Gracias, cine de las cuatro décadas, por tener esa capacidad de armar personajes con características. No con estas o con aquellas características en particular sino con características: hombres y mujeres con atributos, con manías, con pedidos de dos tés helados, o con ganas de bailar solos o con ganas de coger en compañía, hasta rompiendo un vidrio porque así las pasiones. A los pocos minutos de Cuerpos ardientes ya estamos en el país del cine, en ese territorio de grandes personajes, de personajes que se desean y que nos hacen creer en su deseo: entre muchas otras claves y detalles de construcción y seducción, hay en Cuerpos ardientes “audacias” de puesta en escena y de acciones actuadas para hacer creíble la conexión sexual entre los protagonistas que hoy serían impensables. Tan simples y tan efectivas… enseñanzas de actuación y encuadre que siguen cayendo en el olvido por falta de práctica, por censuras que ni se animan a llamarse como tales. A los pocos minutos de Cuerpos ardientes, además, sabemos que ya nos importará el destino de estos personajes, aunque aún no sabemos la medida de la maldad o de la planificación del engaño por parte de… bueno, esto es un policial negro hecho y derecho, que sabe de Billy Wilder y sabe de otras referencias sin necesidad de ostentar. Y a los pocos minutos, además, ya sabemos que acá hay soltura estilística para manejar con prestancia los travellings, los paneos y los encuadres sin anemia y a la vez sin caer en el cine farolero que se pavonea por mover un poco las piernas (Licorice Pizza, por ejemplo).
Cuerpos ardientes fue la primera película de Lawrence Kasdan, y si se hiciera una encuesta sobre las óperas primas más seguras, más convencidas y convincentes de la historia del cine -categorías por el estilo me resultan más atractivas que las de “las mejores películas”, sinceramente- debería estar en los puestos más altos. Cuerpos ardientes fue además no solamente el primer protagónico de Kathleen Turner sino además su primera actuación en el cine. Y aquí sí creo que no debería haber dudas: es el mejor debut protagónico en la historia del cine. Quizás haya otros que sean mejores, pero este es el mejor (al respecto, véase aquí). Uno podría elogiar a Kathleen Turner, hablar sobre esta actuación y de todo lo que hizo y dijo la muy única y muy admirable KT. Y habría que hacerlo en otro momento, con seguridad. Y también habría que elogiar a William Hurt y a los otros actores (Ted Danson en la gran tradición del personaje secundario inolvidable). Haciendo las conexiones correspondientes en la memoria y hacia la historia más antigua, probablemente el mayor elogio que podría hacerse a KT sea este: su llegada al cine debería haber sido saludada por James Agee, como lo hizo con Lauren Bacall en la década del cuarenta del siglo XX a propósito de Tener y no tener. Lo escrito por Agee para esa ocasión se convirtió en uno de esos textos que perduran, a los que uno vuelve, en los que el paso del tiempo obra incluso a su favor, porque pone de relieve formas de escribir y formas de relacionar los mitos del cine con los mitos del mundo, esa conexión que -antes de este nuevo siglo de crasa literalidad- nos seducía, nos fascinaba, nos dejaba encantados con las estrellas porque existían las estrellas. Entre otras cosas, esto decía Agee sobre Lauren Bacall: “tiene una presencia cinematográfica imponente, extrema, incapaz de pasar inadvertida. Su personalidad está compuesta de un filtrado de la Davis, la Garbo, la West, la Dietrich, la Harlow y Glenda Farrell, aunque ella le da un toque completamente nuevo a su particular versión de todas ellas. Tiene la vitalidad de una jabalina, la elocuencia de movimientos de una bailarina nara, una astucia arrebatadoramente femenina y una pizca de agridulce absolutamente única. Además de todas esas virtudes y una voz de trombón, consigue componer el papel de chica dura con el que un Hollywood píamente regenerado llevaba mucho, mucho tiempo soñando.” Agee, en 1944, seguramente estaba soñando mañana, no solamente después de su tiempo sino un futuro, un mañana, un despertar con Kathleer Turner.