Queremos ir al cine, y vamos al cine porque queremos ir al cine. Eso se respondía Pauline Kael cuando se preguntaba por qué seguía yendo al cine si las películas eran tan malas. Kael se lo preguntaba a principios de los ochenta, cuando su adorado cine americano de los setenta había terminado, o más bien colapsado ante las puertas del cielo. Pero los setenta soñaron alto, quizás por estar tan pendientes del piso, de la calle, de la posibilidad cierta del fin del sueño. Los ochenta serían otra cosa, y Kael se quejaba. Leídas hoy, sus quejas se resignifican, claro. Y hasta quizás uno tenga ganas de quejarse de la queja y quedarse enojado con la vieja. Pero las ganas, las verdaderas ganas son otras: queremos ir al cine para poder escribir con un punto de partida, o de llegada, porque al cine podemos llegar miles de veces, con todos los sentidos; gracias Pauline, una vez más.

Sí, la cartelera hoy es menos -es menos variada, es menos sorprendente, es menos atractiva y es sencillamente peor- que la que decepcionaba a Kael. Pero seguimos queriendo ir al cine. Y desde que la imbecilidad del barbijo “obligatorio” para ir al cine y a tantos otros lugares se terminó, tengo muchas más ganas de ir al cine. Y de legarle el cine como lugar para ir -y para no dejar de ir- también a mi hija menor; las otras dos ya lo tienen incorporado y tampoco nacieron en el siglo del cine. Y en eso estamos, con una cadena de éxitos de películas completas; cuatro películas, dos años. Vimos Lilo Lilo Cocodrilo en una función para periodistas -¿sobrevivirá más el cine o el periodismo?- y la vimos subtitulada, afortunadamente. Hay películas cuya impronta se nos queda fijada a las circunstancias, afortunadamente. Y tengo muchas de esas, afortunadamente. Sé que recordaré Lilo Lilo Cocodrilo más allá de Lilo Lilo Cocodrilo, título difícil de decir y también difícil de tipear, toda una tentación para tres tristes tigres transportadores de trajinados trastos y para el querido Guillermo Cabrera Infante. La película empieza con Javier Bardem justamente haciendo trabalenguas. El juego de palabras, el juego de la lengua: un actor español, con la historia del cine español en la herencia, hablando el inglés, practicando el inglés, para ser luego subtitulado al español y exhibido en una mañana de clima oscilante. Por suerte, especialmente para que mi infante acompañante no se pusiera cabrera, a los pocos minutos de Bardem en show solitario aparece el cocodrilo cantante, el cocodrilo cantante y bailarín, el cocodrilo sing & dance, el canoro cocodrilo interpretado por Shawn Mendes, a quien tengo que googlear porque no sé quién es. Y efectivamente no es el director Sam Mendes, aunque evidentemente hay gente que considera que es una belleza americana, o más específicamente canadiense. Leo que estuvo o está o estará estresado, dejo de leer sobre Mendes y recuerdo al Negro Brizuela Méndez, otro Guillermo. El cocodrilo es verde, y crece, pero Bardem no lo ve crecer porque se va un rato largo de la película, que tiene bienvenidos saltos temporales y algunos números musicales hechos con algo de energía, y también le pone energía a transitar con admiración por Nueva York. Bien, querido Oscar Wilde, una película convencida de algo: las ciudades se animan a animar el alma -ánima, del latin anima- de las películas si las convocan con devoción, o al menos con pasión. No necesito que me convenza Nueva York, necesito que me convenza la convicción de los cineastas que creen en ella, los cineastas que se dirigen a ella como “querida ciudad”.

El Cocodrilo Lilo, por su parte y con su arte, convence a casi todos y es una especie de fuerza animada, fuerza vital, el alma hermosa esplendorosa y generosa que recupera el alma de cada personaje, el aglutinante cantante y danzante que se necesita, y cuando la película se juega de lleno por saltar a esa magia -el cocodrilo y su relación con el niño mutando a adolescente, el cocodrilo y la madre, el cocodrilo y el padre- es cuando brilla más por animarse a más: animarse, armarse y amarse. Lilo el Cocodrilo a veces no convence y no vence porque se pone tímido, o se estresa ante el público. Tampoco convence, claro, a un vecino neurótico neoyorquino nublado parecido a Allen Ginsberg período barbudo barbado. Esta es una película con malos y con excentricidades -sobre todo Bardem, animal de cine, en este caso un prodigioso elefante ágil-, que al principio promete una narrativa con fluidez, claridad y convicción pero que a medida que avanza decide bajar la cantidad de sorpresas y poner sobre la mesa cada vez más torpezas, más edulcorante y menos azúcar (queremos ir al cine y queremos azúcar cuando queremos azúcar, y paréntesis cuando queremos paréntesis). Estábamos advertidos: las filmografías de los directores y del guionista nos estaban diciendo casi con seguridad que no íbamos a ver una película memorable. Pero una película nada memorable puede ser la excusa de una visita al cine atesorable. Queremos ir al cine, y vamos en plural a ver al animal, o al amilal.