Aftersun de Charlotte Wells es una película que se queda, da vueltas en el recuerdo y el recuerdo decide quedársela. Es sobre la relación entre un padre y su hija, en el tiempo suspendido y más fuerte y más frágil y más adormecido y también más despierto de unas vacaciones. Y las vacaciones son -o no son, o pueden ser o no ser- formaciones incipientes de nuevas rutinas que se quiebran con momentos excepcionales, al igual que la vida por fuera de las vacaciones.
¿Cuántas vacaciones nos quedan? Peor todavía, ¿cuántas vacaciones definitorias nos quedan? No sabíamos que algunas de las ya vividas eran definitorias en ese momento, porque no había ninguna voz, ningún montaje, ningún énfasis cinematográfico o vital que en ese pasado -en ese momento el presente- señalara lo crucial del asunto. Lo crucial bien puede ser una risa, un baile, una renuncia a cantar, una desconexión, una herida, una pérdida, una cura, una sanación y mucho más, hasta un juego de lo más craso. También puede ser una canción que a fuerza de repetirse y de pegarse llega a deformarse y a despegarse, a convertirse en caricatura pesadillesca. Pero sigue ahí, una canción bajo presión. Aftersun es una película que uno ve con desconfianza porque ya nos han mentido mucho bajo la excusa de la sensibilidad y del mire usted qué singular es mi familia, tan especial que hasta se merece una película o incluso más de una película. Pero Aftersun no es una película sobre la familia, ni siquiera es una película estrictamente sobre el padre. De hecho, la información sobre el padre siempre está un poco escamoteada, un poco en otro lado, encuadrada y focalizada desde la hija. Es, en todo caso, una película regida por los consejos de Jean Cocteau: la poesía está entre las cosas, en los intersticios, en las conexiones. Padre e hija. La hija que sabe lo que sabe y apenas vislumbra lo que sabrá después, lo que tiene en ese momento más lo que pretende construirse con ansia sonriente: el padre es la espalda grande; la niña necesita hacer conexión intermitente, el padre quisiera la constancia. La niña necesita el mundo alrededor, al chico que juega al lado más de una vez, los desafíos al pool, a la chica que le da la pulsera mágica. El padre sabe que el mundo se achicó, por muchos motivos y también porque se achicaron las vacaciones que le quedan. Calum el padre, Sophie la hija. Calum se interpone entre el sol y la cámara, entre el afuera y la cámara. Sophie sabe esperar, Sophie empieza a entender que la seguridad y la permanencia son cada vez más inasibles, o que no son. Sophie entiende, y espera y aprende que los objetos se pierden en el mar. Aftersun es una película actuada con esa singularidad refulgente y asertiva que permite el alcance universal de los personajes. Bah, esta última oración intenta no decir explícitamente -y fracasa por melindrosa- que el actor principal y la actriz principal consiguen con asombrosa rapidez el milagro de que sintamos amor por ellos y por su vínculo. Sí, queremos a Calum (Paul Mescal) y a Sophie (Frankie Corio). Aftersun, además, valiente, cuenta lo que cuenta con el riesgo del exceso, con el riesgo del pasado, con el riesgo del dolor, con el riesgo del plano que se anima a la luz, con el riesgo de querer retratar la felicidad, la euforia, el peligro, la indefensión, las heridas que se generan al vivir como padres, como hijas. Aftersun hasta se arriesga a hacer pie -o a no hacerlo, entre embriagueces y llantos- en el presente, o sea lo que fuere este tiempo que no es el de esos días en los que parecía pasar poco mientras en realidad estaban desfilando, en movimiento y entre las cosas, los pequeños chispazos de belleza, los instantes de conexión, eso que puede aflorar al perder el tiempo mientras ganamos momentos, mientras tratamos de declarar propiedad sobre algunas horas cruciales. El cine, ya lo dijo el chileno Héctor Soto, es el gran arte de los tiempos nuestros.