Me quedé pensando en Avatar: el camino del agua. Dan ganas de elogiar ahora a la famosa película de James Cameron. Al fin y al cabo, está llevando mucha gente a los cines, a esos cines que -como tantas otras actividades y tantas otras personas- sufrieron en los últimos años porque demasiados gobiernos en el mundo decidieron jugar el juego perverso y suicida de encerrar a la población en sus casas (a los que tenían casas) y jugar el juego ignominioso de etiquetar como “esenciales” y “no esenciales” etc.

A la vez, Avatar: el camino del agua es otra de esas películas cargosas que ocupan tantas y tantas pantallas que perjudican de hecho la diversidad de la oferta cinematográfica, que no permiten que el cine recupere sus formas más variadas de consumo del siglo XX. Claro, cierto, no hay que pensar en quimeras o utopías ya irrealizables: el siglo XX ya pasó, hace rato. Si miramos bien, estamos ya cerca de consumir el primer cuarto del siglo XXI. Y sin embargo, más allá de sus oropeles ultra tecnológicos, Avatar: el camino del agua es en parte -o en partes- una extraña obra nostálgica del siglo XX. Entre otras películas cita a Moby Dick (1956) de John Huston, a Tiburón (1975) de Steven Spielberg y también a Titanic (1997) del propio Cameron. Y esos son los fragmentos que muchos celebran como de mayor acción, de mayor potencia, de mayor aventura y que ojalá fueran más en el relato. Pero la esencia, el corazón de Avatar: el camino del agua no son esas anomalías tan pegadas al siglo XX, es otra cosa: esta segunda Avatar -demasiado lejana en más de un sentido de la primera- ofrece una experiencia inmersiva, o doblemente inmersiva, por esto del medio acuático. A tal punto la propuesta es inmersiva que ver esta película en 2D no tiene mucho sentido. 2D: es decir, en lo que fue el cine la inmensa mayoría de las veces, y no discutamos ahora la pertinencia o impertinencia de llamar 2D a la imagen cinematográfica.

Avatar: el camino del agua es una ¿película? cuya base de consumo, cuyo mínimo requisito es el 3D, y de ahí al 4D y al infinito y más allá. Son bienvenidos y casi obligatorios los anteojos, las butacas que se mueven, los efectos de viento, la lluvia dentro de la sala, un tornado con pochoclos, etc. De hecho, en cuanto a minutos de película hay muchos más que descansan en la exploración del nuevo mundo acuático junto con los protagonistas que los dedicados a las acciones nucleares narrativas más clásicas. Avatar: el camino del agua apuesta a que creamos que estamos inmersos en ese mundo acuático maravilloso, seguramente deudor de la geografía de ese país tan singular llamado Nueva Zelanda. Apuesta a que nos sintamos volando, nadando, descubriendo criaturas maravillosas como esas que Cameron se ha obsesionado con conocer; se sabe de sus aventuras submarinas, de sus deseos de conocer el mundo como nadie lo ha conocido. Y para conocer el mundo como nadie Cameron trabaja de hacer películas, y en su carrera ha hecho algunas de las fundamentales de la historia del cine, como las dos primeras Terminator y Titanic, películas que se sentían ligadas al mundo, que pisaban la tierra.

Ahora, con la segunda Avatar, merodea por algunos discursos ecologistas y new age y encumbra a una especie de ballena de la que se dice que compone canciones (!), pero poco más conecta a la película con la experiencia del mundo o incluso con la experiencia del cine que nos antecede, más allá del afán citatorio. Así, Avatar: el camino del agua es un dispositivo de mega realidad virtual disfrazado de película, para ser vista en salas que ya no no parecen cines, en las que las butacas se mueven a propósito y no por estar gastadas o flojos sus tornillos. Esta segunda Avatar es una película que tiene pocas chances de perdurabilidad en términos de impronta narrativa, más bien su apuesta reside en que uno recuerde alguna sensación fuerte, que puede refrescar cada tanto yendo otra vez a calzarse los anteojos o -mejor aún- yendo a la atracción, al juego -los juegos- de Avatar y sus secuelas alojados en los parques temáticos de Disney en Florida. Avatar: el camino del agua, cine de reemplazo, con su solipsismo y su aislamiento -los de Cameron en estos años- no nos dice que lo mejor que podemos hacer es no encerrarnos y salir al mundo, ir hacia el agua y mojarnos de verdad, e incluso no nos conecta con el cine que nos hizo amar el cine. Avatar se ha convertido, finalmente, en un avatar del cine. Su lugar ideal, quizás, no sea una sala con butacas sino algún domo -o como se llame- de realidad virtual, que no virtuosa.