Tár es una película sinuosa, engañosa, dubitativa, tal vez ruinosa. O aparentemente es todo eso, o eso creemos al terminar de verla. Luego, Tár sedimenta, se destruye y se reconstruye. O Tár es conversada (gracias, Magdalena). En realidad, como Nueve reinas de Fabián Bielinsky, Tár de Todd Field es una película cuyo plano inicial es fundamental para su propuesta, es clave para su lectura. En Nueve reinas no era Marcos (Ricardo Darín) el que tejía la trama sino Juan/Sebastián (Gastón Pauls), y eso quedaba claro en el principio, en el plano de apertura, porque el que miraba sin ser mirado era Juan/Sebastián. Dado que Marcos era el personaje que magnetizaba la mirada, creíamos que era él quien dominaba las acciones; pero no era así. Marcos -merecidamente, y ahí estaba clara la mirada de Bielinsky- era llevado a la ruina para que el mundo fuera un poco menos injusto. Y, además, Marcos era vencido en su propio terreno.

En Tár Lydia Tár (Cate Blanchett) directamente nos encandila, entonces parece que estamos ante una película en la que siempre -y no casi siempre- estamos con ella, focalizados en ella. A esta ilusión ayuda que Cate Blanchett es magnífica y ostenta la mayor fotogenia de la que se tenga registro. Pero esos son otros asuntos, volvamos al plano inicial, a ese en el que no estamos con Lydia. Lydia Tár, en realidad, ya ha sido derrotada mucho antes del final. Lydia Tár ha sido violentada en el plano inicial de la película, en ese ubicado -paradójicamente- antes de los créditos “del final”, que están puestos apenas comenzado el relato. Principio y fin, y tragedia, como la película de Arturo Ripstein. El final es de dónde partí, como la canción de La Renga. Lydia Tár está terminada, liquidada, asediada en el plano inicial, un plano feo, un plano angosto, un plano insidioso, un plano estrecho de miras, un plano vertical de un teléfono que la muestra dormida sin ser consciente de ser grabada, y menos aún transmitida hacia otro lugar, hacia otros lugares. Para peor, esa imagen tomada sin su consentimiento está siendo comentada con una escritura sobreimpresa y degradada, en esos modos escritos rústicos que aceptamos cada vez más en las comunicaciones mediante los teléfonos-vampiro. Ese plano nos muestra a las claras que la película no está focalizada exclusivamente en Lydia Tár, que el punto de vista no será solamente el suyo. Que hay quien la mira, que hay quien la observa, que hay quien la persigue. Quién, quiénes, qué. Hay un acecho, y desde ahí parte esta película que es más fluida y brillante cuando comienza a moverse luego de los créditos, cuando propone secuencias largas y cargadas de sentido, que se da el lujo de hacernos partícipes de la música y de que “entendamos” incluso quienes “no entendemos”; así como las grandes películas “de baseball” nos hacen “entender” el juego. Por el amor al juego, como decía una película “de baseball” con Kevin Costner, ese que actuando de fiscal en JFK de Oliver Stone intentaba desentrañar quién o quiénes habían matado a JFK. ¿Quién arruina a Tár en Tár? ¿La arruina eso que se ha dado en llamar -sin conciencia aparente de la fealdad, pertinencia o impertinencia del término- “cultura de la cancelación”? ¿Tár se arruina a sí misma por su forma de ejercer el poder? La película no responde ni de forma obvia ni de forma terminante a estas preguntas (y tampoco responde con la coherencia y la cohesión de Bielinsky en Nueve reinas para llevar adelante el relato). De hecho, se ha dicho que tanto quienes estén de acuerdo con una respuesta sesgada o con la otra respuesta sesgada, todos encontrarán argumentos en la película para sostener su mirada. Pero quizás esa sea una -otra- mirada simplista.

De todas maneras, Tár es mucho mejor, más fascinante, mejor encuadrada y con mejor respiración cuando Tár está triunfando -en su carrera, en su vida personal- que cuando comienza su caída. En ese segmento final la película parece ser operada a distancia por hilos poco gráciles, movida por temblores torpes, apurada en apilar secuencias más cortas, casi meramente informativas. En el cierre, además, el relato termina de cristalizar sus indecisiones acerca de si hay fantasmas, de si hay ratones, de cuánto es sueño y cuánto realidad, de cómo pesan los delirios o de si hay o no realidades ocultas. Al final de Tár la claridad moral y narrativa de Nueve reinas brillan por su ausencia. Y se multiplican las preguntas y se opacan las interpretaciones: el mundo sin Tár a la cabeza de la Filarmónica de Berlín… ¿es más justo? ¿es más injusto? ¿es más feo? Las respuestas, mis amigos, están concentradas en ese plano inicial y en la historia del arte y del mundo. Y en la contundencia de la belleza, la potencia y la voz inmarcesibles de Cate Blanchett.