Alguien ve hoy una película en su casa y suena en ella una canción que le gusta, pero ese alguien no sabe ni el título ni quién la interpreta. El espectador bien puede pausar la película, ir a buscar su teléfono -si es que no lo tenía ya en la mano- y volver a poner la película en el momento de la canción y usar una aplicación llamada Shazam que ¡reconoce las canciones al “escucharlas”! Ese coso, esa aplicación, escucha canciones y te dice cuál es. Cuando yo era chico jugábamos campeonatos de adivinar canciones al escuchar fragmentos, no más de diez o veinte segundos, que se grababan en casetes para la ocasión del juego. No había chances de hacer trampas, salvo copiarse de otro participante. Hoy en día alguien podría estar “haciendo Shazames” para intentar ganar de forma espuria. No había chances de hacer trampas y se festejaba el triunfo.

Por supuesto que hay otras aplicaciones, otras “inteligencias artificiales” que reconocen canciones -y plantas, y seguramente animales, ¿es esto un tigre, querido teléfono, decime rápido?- y seguramente, dado que soy un antiguo y lo desconozco, los televisores “inteligentes” deben tener incorporado el coso que te dice qué canción suena en la película sin necesidad de apelar al teléfono. Con ese dato, tan fácil de obtener, uno va y busca la canción en Spotify y le da play. Y la escucha unas 300 veces seguidas si quiere, sin necesidad de rebobinar el casete, ni de mover la púa del disco y de errarle con frecuencia al comienzo del track. Escucha la canción, además, sin necesidad de comprar el disco físico, o el casete, y sin esperar a grabarla de la radio que a ver si de casualidad se dignaba a pasar justo esa canción que habíamos escuchado en esa película y nos había gustado tanto.

De chicos, en algún momento aprendimos que si en el cine nos gustaba una canción teníamos que esperar hasta el final de la proyección. Decidíamos entonces quedarnos a “los créditos”, a las letritas del final, y no teníamos que estar muy lejos de la pantalla -había salas grandes y posibilidad de estar lejos- y al final de todo el rodante encontrar el listado de canciones que se usaron y ahí tratar de darnos cuenta de qué datos se referían a la canción que habíamos amado tanto. No era tan fácil el hallazgo si el título de la canción no encajaba bien con la letra que habíamos escuchado mientras en la película pasaban otras cosas, si el rodante pasaba a demasiada velocidad y, sobre todo, si hasta podía pasar que nos cerraran las cortinas antes de que terminaran de pasar los créditos.

Además, podía ocurrir que la película en cuestión tuviera decenas de canciones: por ejemplo Casino, de Martin Scorsese, tenía sesenta y una canciones; bueno, no todas eran canciones, pero eran sesenta y una piezas musicales. En ese entonces ya estábamos a mediados de los noventa y alguna gente ya usaba “bases de datos” que estaban “en la Internet”. Pero no estaba tan extendido. Entonces, si una canción de Casino nos había gustado podíamos incluso preguntarle a quién había visto la película si había reconocido tal canción, la que pasaban en tal secuencia, “esa, en el montaje de cuando matan a todos”.O, ay, intentar cantarla o tararearla -¿alguien tararea o silba canciones hoy en día?- para apelar a la memoria de la otra persona, algo así como un Shazam rústico y sobre todo receptor de datos de escasa precisión.

De todos modos, a mediados de los noventa, podíamos esperar a que apareciera el dichoso CD de la película… pero no todas las canciones de una película con sesenta y una piezas musicales estaban en el CD, aunque fuera doble, y vuelta a los problemas. Hoy en día, alguien en algún lugar en el mundo hizo una lista pública en Spotify de todas las canciones de Casino, y para saber qué canciones hay en la película hizo un par de clicks y listo. O incluso le dijo oralmente a otra aplicación, a otro coso en el teléfono, qué canciones están en Casino de Scorsese. Y lo que nos podía pasar con las canciones de Casino en el cine y con el CD a mediados de los noventa no era nada comparado con lo que nos pasaba a fines de los ochenta con las películas y las canciones y los VHS, momento en el que si realmente queríamos tener una canción en un casete para escuchar una y otra vez poníamos play y rec al mismo tiempo en un grabador que ubicábamos -en general sosteníamos- al lado del parlante del televisor mientras intentábamos despausar con precisión imposible la película, cuya imagen temblaba en un televisor de pantalla nada plana, en tiempos en lo que unas cuantas cosas eran menos planas y menos intangibles.