Una noche de fines de marzo, un camión gigante Mercedes Benz ya con muchos años encima, pesado y contundente y cargado de elementos de cartoneo o cirujeo o reciclamiento urbano o suburbano o como haya que denominarlo según la real academia de la corrección y no ofensa -salvo la ofensa al lenguaje, pero esa no parece importar demasiado- chocó contra un colectivo en una esquina. El semáforo no estaba funcionando y ambos venían a gran velocidad. El ruido inicial fue como de película de tren descarrilando, el impacto posterior también, o como de un tren cayendo sobre un techo.

Pensé en Súper 8 de J. J. Abrams, justo estaba por dormirme pero no hubo caso, fue demasiado estruendo. Poco después, al bajar desde el tercer piso, vi el colectivo incrustado en la puerta del edificio, se veía como una pecera gigante excesivamente iluminada, algo propio de alguna alucinación. Si uno tenía que salir o entrar del edificio, bueno, no se podía en ese momento y no se pudo por varias horas. Los moradores del portón de al lado- la gente que vive en la calle, en la vereda, en las ochavas, en las esquinas, que cada vez es más- justo no estaban esa noche. Y tampoco ninguno de los habitantes del edificio estaba entrando o saliendo justo en ese momento. Eso sí, el árbol de la vereda ya no cuenta más el cuento y terminó hecho clorofila en el borde de la puerta.

El camión y el colectivo estuvieron semanas en la cuadra, en nuestra cuadra. Y cada vez que pasaba me acordaba de Súper 8 de J. J. Abrams, y por consiguiente de Steven Spielberg. Y entonces recordé que todavía no había visto The Fabelmans. Y lo intenté pero no pude avanzar más de media hora. No sé si es el tono actoral, la promesa de machaconas lecciones de cinefilia nostálgica o las caras de Paul Dano y Michelle Williams o el nene pre actuando las emociones antes de que pasen las cosas, pero se me hizo imposible. Hay películas que son para uno, o no son para uno en un momento determinado. Tampoco fue para mí Misántropo de Damián Szifrón, a pesar de que la vi con la predisposición más favorable que he experimentado en años (debo decir, de todos modos, que siempre estoy bien predispuesto con las películas, en los primeros minutos frente a una película soy un ser casi angélico que incluso puede llegar a ver una de Iñárritu como si no fuera de Iñárritu). No pude lograr que me gustara, quizás me venció el espíritu de simetría (ay ese plano de la natación al revés, por ejemplo), las referencias a la red de sentido que interpreto como farettiana que algunos verán como coherentes y cohesionadas pero que desde este puesto de observación concluyen en diversas contradicciones o incluso sinsentidos si uno no está dentro de esa red. Y así las cosas, a mí se me derrumbó todo el edificio narrativo y todo oficio -que lo hay, y en grandes dosis de habilidad- cuando la película se acercó a, al, en, sobre, tras, debajo, de, alrededor del asesino. Hay mucho para objetar en muchos sentidos pero esto no es una crítica sino apenas una crónica y prefiero decir que yo, como siempre, kaeliano. Mientras tanto,  esperamos que Szifrón vuelva a su mejor forma, la de Tiempo de valientes, o que haga finalmente la gran película en Hollywood que podría hacer con más espíritu de juego y mayor liviandad y menos obsesión por subir y luego bajar y por otros actos -o relatos- preocupados por el ansiado correlato.

Hace menos de dos horas -escribo el jueves 11 de mayo- volvía de llevar a mi hija menor al jardín, escuchando un podcast y con una tortuga de peluche en la mano. Caminaba por la última cuadra por la que anduvo el colectivo antes de chocar con el camión, es decir, por la otra cuadra de mi casa. Ya se estaba poblando -o super poblando- la zona de gente que va a pedir comida en un local religioso que reparte viandas. Y vi a un señor ensimismado con paños puestos alrededor de los puños y practicando algo así como boxeo con enérgicos golpes al aire y moviéndose con energía hacia sus laterales como si fuera Daniel LaRusso (Daniel San, según el Sr. Miyagi) en las dos primeras Karate Kid. Me fui acercando y el entrenamiento era hiper concentrado y el universo en el que parecía morar el señor era el de la locura o el de la violencia, o ambos. Pensé en cruzar para no pasar al lado, pero pensé “bueno, tengo una tortuga de peluche”. Seguí caminando y pasé por al lado del señor, que tenía unas cuantas botellas cortadas y con buena punta colocadas prolijamente en un contenedor de basura. La tortuga y yo finalmente llegamos a casa, ella se quedó y yo bajé con el perro. La escena que se veía en la otra cuadra, a unos veinte metros, era una pelea entre dos o tres señores, uno de los cuales era el que estaba entrenando, ahora ya con las botellas cortadas en las manos, como si fueran la continuación de sus brazos, al mejor estilo villano de película de Marvel pero de muy escaso presupuesto. Fuimos para el otro lado con el perro y cuando volvimos ya pasaban otras cosas en la esquina, en esta esquina a pocas cuadras del Congreso Nacional y cerca de la Casa Calise, maravilloso edificio de Virginio Colombo al que le dedico buena parte de un capítulo en mi libro Buenos Aires sin mapa (link ) y que además aparece en el reciente y muy recomendable estreno argentino La sudestada de Daniel Casabé y Edgardo Dieleke como una de las moradas de la protagonista, interpretada por Katja Alemann.